Capítulo 8.

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SARAH.

Ya hacía cinco minutos que Somewhere descansaba tendida en el suelo, con la cabeza sobre las patas y las orejas erguidas. Hacía sólo uno que había desistido de lamerse la herida, probablemente al percatarse de que su lengua no podía traspasar la manga que se había arrancado el chico y había atado a ella. No había dejado de gemir, aunque no sabía si por el dolor o la pena.

Giré la cabeza para mirar al chico. Bueno, más bien al hombre, porque era realmente enorme. Sobrepasaba con facilidad el 1'90, y era un auténtico armario. Pero... un armario a lo bestia, vaya. Yo medía unos 15 centímetros menos, pero me sentía minúscula a su lado. La chaqueta -que acababa de desgarrar- no impedía marcar su musculatura. Parecía un guardaespaldas, o un marine, o el hijo de una pareja culturista. Llevaba unos vaqueros desgastados que tenían toda la pinta de ser comodísimos, pero él se movía raro, como si no le gustara el tacto del material. O tal vez se debiera a su antigua vida de marcha de soldado.

Por fin se había bajado la capucha, supongo que al ver que su visita se estaba alargando más de lo esperado. Debía tener unos 21 o 22 años. Tenía el pelo cortado en un estilo básico, y una ligera barba descuidada cubría sus mejillas. Tenía unas facciones duras y marcadas, pero había que reconocer que el chico no estaba mal.

Nada mal.

-Hazlo ya- su voz grave rompió el hilo de mis pensamientos.

Estábamos sentados en las escaleras de la entrada trasera del "Bar Veider" ; cerrado desde hacía tiempo. Había apartado de una patada los cristales rotos de la bombilla reventada que teníamos encima de nosotros, y habían caído sobre mi manta. Yo tan inteligente como siempre.

El chico me había fastidiado bastante, porque realmente aquel callejón mugriento no estaba tan mal. Me gustaba dormir en el hueco que había entre la esquina y las escaleras de cemento; me sentía acogida. Todo lo acogida que se podía estar durmiendo en la calle, eso está claro.

Además, el graffiti "Fxck the police!" que teníamos en el muro de enfrente pintado de un color morado bastante feo –en mi modesta opinión-, le daba a todo esto un poco de color.

Le miré dudosa. Cuando me había ofrecido a ayudarle me refería a vendarle el brazo con algún trapo sucio, no a coserle la herida sin anestesia. Vale que el chico fuera un machote, pero tampoco había que pasarse aparentando.

Le hubiera ofrecido alcohol, pero lo había terminado limpiando su herida. Ups. Qué pena.

Saqué la aguja de encima de la llama de mi mechero, de mi antigua época del "Sarah, eres demasiado joven para fumar." El metal estaba de un rojo candente.

Le miré dudosa de nuevo. Desde luego, si mi pelo no aguantaba, la aguja bastaría para cauterizarle. No me acordaba del todo cómo hacer punto de cruz (en mi vida me había zurcido ni unas calzas como para saber hacerlo), pero me las apañé cosiéndole el desgarro.

Cualquier adolescente se hubiera incomodado con su cercanía, pero yo era una chica madura.

El chico gruñó y cerró con fuerza los ojos, y estrujó la barandilla entre sus manos enormes. Respiraba entrecortadamente, y sudaba a mares, pero eran las únicas señales externas que daba de haberle agujereado una y otra vez la piel con una aguja candente.

Suspiré de alivio cuando acabé la operación sin que él hubiera gritado ni nada por el estilo. Aquello nos hubiera fastidiado del todo; después de la Bajada cualquier ruido se escuchaba a kilómetros de distancia.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora