Capítulo 16.

4.2K 268 9
                                    

KAYLA. Hace 984 años.

Busqué a Alejandro entre los soldados del escuadrón. Eran el grupo de élite, aquel destinado a servir y proteger al arcángel Gabriel, y hacer cumplir sus órdenes. Alejandro había llegado lejos; todos sabíamos que lo haría. Había logrado entrar en el centro de poder del ejército incluso antes de acabar la Conversión. Ahora sólo hacía falta subir y subir hasta la cima.

De todas formas, siempre había estado claro que él sería un Iluminado. Su Conversión había sido más rápida que la de los demás, tal vez porque su alma nunca había dudado en qué se convertiría. A los 16 sus alas ya eran de un gris perla casi inmaculado, y antes de los 18 ya eran del más puro de los blancos. Era demasiado noble y leal, tanto a sus Señores como a sus principios.

Era el Iluminado ideal.

Con Cain había pasado lo mismo, pero hacia el lado opuesto. Su crecimiento había ido a la par con la de Alejandro: cuando éste ya estaba por la más clara gama de los grises, él ya tenía su plumaje de un gris tormenta y oscuro, peligroso, como él mismo. Su confianza y sus ademanes siempre desafiantes atraía muchas angelitas, tanto Iluminadas como Oscuras. Ocurría lo mismo con Alejandro, pero siempre había sido evidente que tenía la mente en otro lugar. Era demasiado entregado a tan temprana edad.

Y luego, claro. Estaba yo.

Con dos padres Iluminados, debatiéndome entre la luz y la oscuridad. Aún sin saber qué iba a ser, había caído en mi propio infierno. Las plumas caían y volvían a crecer de otro color, surgían con manchas blanquecinas o rayas oscuras. Tenía un amigo esperándome en el lado de la noche, y otro en el del día. Por cada decisión que tomaba, sentía cómo mi interior se desgarraba en dos, y dejaba tras mía un reguero de pedazos sangrando.

La gente había creído que había elegido la Oscuridad porque siempre es más fácil. Y era cierto, a la larga.

Pero al fin y al cabo, no fui yo quien decidió. Solo me dediqué a observar los hechos. Vi a Alejandro ya entre abrazos y felicitaciones de sus logros, con recomendaciones y sonrisas en cada rostro orgulloso.

Y luego vi a Cain, que caía cada vez más en su propio pozo, intentándolo disimular alzando sus cejas en un ademán chulesco, o ocultándose entre las mujeres que le rodeaban. Por más que intentara disimularlo, él necesitaba a alguien que le diera empujones hacia adelante cuando él no quisiera continuar. Necesitaba a alguien que le guiase para no acabar en un callejón bebido, o metido en algún lío con los beligerantes, o quién sabía donde.

Me necesitaba a mí.

Una decisión un tanto Iluminada para alguien como yo.

Noble, valiente, sacrificada.

Siempre creí que Alejandro lo comprendería.

No tardé mucho en divisarlo, su cabeza castaña sobresalía un palmo del resto. Me coloqué en el público frente a él, de forma que pudiera verme. Abrió mucho los ojos al descubrirme, frunció el ceño y apartó la mirada.

Estábamos en un patio interior al descubierto. Era de forma circular, con una modesta fuente –relativamente, para el tamaño de la plaza-, en su centro, y rodeado por un galería cubierta, separada por columnas que salían de un modesto jardín. Era grande, muy grande para tratarse de tan sólo el patio de un edificio: en aquel momento habían reunidas trescientas personas.

Era la hora justa entre el día y la noche: justo cuando el sol ya se ha ocultado pero el cielo permanece claro y las primeras estrellas comienzan a tililar. El firmamento era una mezcla de azul marino, cian y crema, que se reflejaban en las altas torres de cristal del Alcázar que se alzaban por encima de los muros que nos rodeaban. Las luces del interior de éstas se reflejaban en el vidrio de las distintas plantas, creando un embriagador juego de reflejos y fulgores. Podía avistar puntos negros en movimiento que salían y entraban de allí: ángeles en movimiento.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora