La niña chapoteó en la bañera, sin parar de reír. Estaba tan llena que cuando movía los brazos el agua caía por el borde, salpicando la alfombra mojada donde se sentaba arrodillada una mujer de espaldas a mí.
Había mucho vaho, y por los azulejos de verde esmeralda resbalaban gotas. Había tanto que me sentía mareada, aunque no estaba segura de que aquella fuese la razón.
La niña, de unos cuatro años, hundió la cara entre la espuma sin dejar de reír, y salió de ella jugando con la boca con el medallón que colgaba de su cuello.
-¡Deja de morder tu pluma, boba!- exclamó la madre riéndose-. Las echas de menos, ¿eh? Lo sé, cariño, lo sé- suspiró, pasando la esponja por los hombros de la cría-. Yo también lo hago.
Trastabillé hacia atrás por la sorpresa, y tropecé con la puerta, cerrándola de golpe. Di un salto, creyendo que la mujer se percataría de mi sorpresa, pero continuó enjabonando el pelo de la niña, impasible.
La niña era yo. Esa mujer era mi madre.
Pero aquello... no era real. ¡No podía serlo!
Contemplé su figura de espaldas, lamentando no poder ver su rostro. Observé la línea de su cuello, al descubierto al tener su pelo recogido en un moño descuidado. Su pelo negro, negro como las alas de un cuervo. Me reconocí en su piel clara y en la forma de sus caderas, y en cómo se echó un poco de agua en la nuca para refrescarse. Canturreó una melodía desconocida, pero que ya no resultaba desconocida para mí.
Y de pronto sentía que verdaderamente estaba allí, y que la niña era yo, y sentía la conexión que nos unía, la conexión que toda madre y toda hija sienten durante un instante. Y el aire vibró de nuevo, y escuché el familiar zumbido contra mis oídos. El vaso lleno de cepillos de dientes comenzó a temblar y a deslizarse por la pica hasta precipitarse por ella, y el espejo se sacudió de forma tan violenta que creí que iba a estallar en pedazos.
-¿Escuchas eso, Sarah?- entonó mi madre, maravillada, y me giré hacia ellas dos-. Somos tú y yo.
Los botes de champú se agitaban unos contra otros, y la cortina parecía haber cobrado vida. Fue entonces cuando el agua comenzó a elevarse en el aire, poco a poco, formando finas columnas que se deslizaban hacia arriba y de las que pequeñas gotas se desprendían temblorosas, flotando en el ambiente.
__________
ALEX.
Me había echado al suelo con las manos sobre la cabeza, intentando protegerme de la luz cegadora que había provocado el roce entre Sarah y el Arcángel Miguel. Abrí, los ojos, parpadeando, aún ciego. Cerré los ojos con fuerza, hasta que pareció que la oscuridad remitía de mi campo de visión.
Escuché que Ziz echaba a volar, inquieto, soltando intensos graznidos. Supe que nos sobrevolaba dando círculos, vigilante.
Vi por el rabillo del ojo que los otros seis Iluminados parecían tan desorientados como yo, y a penas dudé en aprovecharlo. Pero luego también avisté a Sarah, aún inmóvil delante del Arcángel. Ninguno de los dos parecían haberse inmutado, pues no se habían movido del sitio. Sarah tenía los ojos abiertos como platos, mirando al vacío, y parecía susurrar algo entre los dientes. Miguel seguía inclinado hacia ella, estudiándola totalmente absorto a cualquier movimiento suyo. Atento, a pocos centímetros de su rostro, con su enorme mano viajando de su sien hasta la barbilla en una interminable caricia. No quería terminar el contacto con ella.
De pronto, escuché un susurro que surcaba el aire, y que impactó contra el cuerpo de uno de los soldados. Una, dos, tres veces en el pecho, hasta que se derrumbó en la carretera, inmóvil. Los disparos hirieron a dos Iluminados más, consiguiendo acabar con un segundo, antes de que el que me custodiaba tomara las riendas.
-¡Atrás!- me ordenó, dándome una patada para que volviera a tumbarme.
Enfundó su espada con una rapidez increíble, y desenganchó el arco plateado que llevaba colgado del hombro. Disparó hacia dónde provenían los disparos, a alguien de entre los coches. Esta vez no lo pensé dos veces: agarré la daga que sostenía uno de los cadáveres que había caído a mi lado, y con un sólo movimiento, le rebané la garganta desde atrás a mi guardián. Ya no me sorprendí ante la enorme cantidad de sangre que salió disparada y me cubrió el brazo, ni en la forma en la que el ángel dejó caer sus armas, sacudiéndose. Aterrizó en el aire sujetándose e cuello con ambas manos, como si la cabeza se le fuera a desprender de los hombros, y respirando un terrible sonido de succión. Le apuñalé el pecho un par de veces más sin detenerme hasta que el ruido cesó.
-¡Sarah!- grité-. ¡Sarah!- repetí, intentando sacarla de su trance. Me eché al suelo para protegerme de los disparos, y comencé a gatear hacia ella lo más rápido posible, a espaldas de los otros tres ángeles, que se resguardaban con el escudo de uno de ellos. Estaba en una posición muy vulnerable: si uno de los Iluminados se acordaba de mí y me veía, estaba muerto. Pero ella estaba en peligro, así que me arriesgué igual-:¡Sarah!
Uno de los Iluminados -el que no sostenía el escudo ni devolvía los disparos con la ballesta-, se giró hacia atrás. En una milésima de segundo, sus ojos flotaron del cadáver de su amigo hasta mí, y frunció el ceño. Llevaba un hacha en la mano, y por el impulsó que pareció que tomaba su hombro, supe que la iba a lanzar contra mí. No la iba a poder esquivar.
No la iba a poder esquivar.
De nuevo escuché el susurro en el aire, y un círculo rojo se formó en la frente del Iluminado. Se desplomó muerto. Me giré hacia atrás, porque el disparo había provenido de mi espalda, no de delante. Me tropecé con unas deportivas negras, y unas piernas enfundadas en unos vaqueros negros.
-De nada- dijo el humano desde arriba, con el fusil en alto. Me lanzó la espada con agilidad para que pudiera alcanzarla-. Me llamo Travis. Travis Okafor.
Y comenzó a disparar a los Iluminados supervivientes.
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Ángeles en el infierno
ParanormalCuando cayeron del cielo, parecían bolas de fuego. Meteoritos; tal vez estrellas fugaces. Hasta que alguien se percató de que tenían forma humana. Y alas. En la víspera de noche buena, los ángeles han recibido un mensaje de Dios, si es que a...