Capítulo 43.

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KAYLA. Hace 202 años.

-¿Qué os ha traído por aquí?- dijo el humano con fingida casualidad. Balanceó ligeramente la copa para revolver el ponche. Tenía una voz bonita de tenor. Solo lo hacía parecer más inocente.

Era obvio que era el único de la familia que no había heredado el gen de los Quiméricos.

-Negocios, querido Etherdeath. Mi padre es comerciante, al igual que el vuestro, y me ha enviado para sustituirle, por una pequeña...-carraspeo, fingiendo que no sé qué palabra considero más adecuado para utilizar, cuando en realidad simulo incomodidad para que no se le ocurra hacer ninguna pregunta-... indisposición. Sus contactos me han conducido hasta aquí, la gran mansión del gran señor Etherdeath. Deduzco que no eres tú cuando hablan del reputado comerciante que surca los mares con su flota de barcos.

Me refería a su padre, Robin Etherdeath.

-¿Y por qué no?- bromea.

Suelto una carcajada mientras lo estudio por el rabillo del ojo.

Había estado observando la habitación desde el exterior antes de decidirme entrar en el momento propicio: cuando solo había un Etherdeath en el salón. El padre había salido a hablar con un grupo de hombres con una propuesta de negocio y su hermana estaba en la cocina revisando los platos.

Sabía que el padre no tenía el gen –aunque era obvio lo bien informado que estaba del tema-, puesto que había sido la madre quien lo había introducido en la familia. Gracias a los Infiernos que estaba muerta. Esa mujer había sido insoportable en su época.

Me había presentado al joven Jonathan solo para ver su expresión aterrada, jugar con él. Siempre era divertido observar cómo el miedo pasaba al puro pánico, o la impotencia a la rabia ciega. Sin control. Como animales. Verlos pelear con genuina esperanza. Estúpidos.

Estaba allí para matar a toda la familia.

Cuál fue mi sorpresa al ver que no se inmutaba.

Me pregunté si es que realmente fingía así de bien y lo hacía para confundirme y ganar tiempo. Pero su poco disimulado coqueteo me confirmó que no tenía ni idea de quién era.

No podía ver mis alas a través del Espejo. No era un Quimérico.

No mentía cuando le decía que "mis contactos" me habían enviado allí: se trataba de uno de los infiltrados de mi señor Belfegor. Me habían comunicado que toda una familia de Quiméricos controlaban casi un tercio del material que salía de Gran Bretaña. Inaceptable. No podíamos permitir que los Quiméricos se volvieran tan poderosos: se tornaban estúpidos y temerarios, y comenzaban a considerar ideas realmente malas, realmente buenas, como dedicar gran parte de su dinero en la investigación y caza de los ángeles que pasábamos por la Tierra.

Me reí, esta vez de verdad. En su cara.

-¿Que por qué no? Alguien que consigue tales cantidades de riqueza ha de ser fuerte, decidido y derecho, y ese no era el aspecto que dabais escondido tras una copa de ponche.

- ¿Disculpad? Tan solo estaba alardeando de mi astucia, fingiendo que observaba a todos los comensales y los estudiaba.

-Oh, sí, desde luego. Sobretodo a la pobre señorita Fox.

Jonathan se atragantó.

-¿Qué sabéis de la señorita Fox?

-Tan sólo que ella os busca desesperada y que vos huís como un... Digo, que la estudiáis desde la sombras. Por supuesto.

Jonathan me miró divertido, a duras penas conteniendo la risa. Un humano del todo curioso.

Miré a mi alrededor disimuladamente.

-¿Y el resto de vuestra familia?

Jonathan se sobresaltó.

-¡Perdonad! ¡Qué mala educación la mía! Supongo que querrás conocer a mi padre. He olvidado que estáis aquí por negocios. Casi he creído que...- su frase se desvaneció en el aire, dejando su rubor y su mirada esquiva como recuerdo.

Arqueé la ceja, absolutamente sorprendida. Por los infiernos, si el humano parecía a punto de declarárseme allí mismo. Era obvio que los ángeles éramos mucho más atractivos que los humanos, pero por favor.

-No, no os preocupéis; continuad. ¿Qué habéis creído?- le sonreí a medias.

Se recompuso.

-Pensé que había conseguido distraeros de vuestro trabajo, señorita Blackash. Después de todo, la mayoría de las mujeres en edad de matrimonio están aquí para buscar un futuro marido.

-Supongo que es un eufemismo para decir que os buscan a vos como futuro marido- como animales en celo.

Observé por el rabillo del ojo su elegante porte, acompañado de un aristocrático perfil que decía a gritos que era miembro de una familia acaudalada, y había sido educado como tal. Su tez clara y cuidada lo reafirmaba. Era de nariz larga y puntiaguda, y labios finos. Mentón pronunciado y a penas partido, cejas espesas encima de unos ojos hundidos.

Era guapo. Demasiado delgado, sin embargo, aunque estuviera en forma. No hacía más que resaltar su fragilidad.

-Lo habéis dicho vos, señorita Blackash, no yo- me dedicó una gran sonrisa.

No pude evitarlo: me gustó la forma temeraria en la que se echó adelante dependiendo de la suerte y su ingenio. Me gustó mucho su, bueno, su estupidez.

Era algo propio de los Oscuros.

Era algo propio de Cain.

Me dio una punzada de remordimientos al recordarlo y haber olvidado que estaba allí por una misión.

Su imagen flotó en mi mente antes de que pudiera evitarlo. Su pelo rubio ceniza y su piel clara. Su mandíbula cuadrada. Sus ojos, lo único oscuro acompañado de sus alas.

Como un eclipse, lleno de luces y sombras.

Lo cierto es que los remordimientos se debían a algo más que a mi distracción en pleno trabajo. Le debía respeto. Sabía de sus sentimientos hacia mí, pero yo no podía corresponderle.

Lo había intentado.

Lo quería, maldita sea. Dios era testigo de cuánto le quería. Pero no de la manera en la que él lo hacía.

Y ya lo había engañado con Alejandro y me sentía en deuda con él. Por los Príncipes, ¡él me había consolado cuando aún lloraba por Alejandro! Me había comprendido, y me había seguido mirando a los ojos. Sin juzgarme. Sin reproches.

Pero no podía estar con él, aunque ya hubiera superado lo de Alejandro. Habían pasado ochocientos años y Cain había esperado pacientemente. Dolorosamente. Me había metalizado. Estaba preparada para amarle. Se lo debía. Se lo debía.

Pero cada vez que lo abrazaba me recordaba a toda nuestra infancia con Alejandro. Lo veía como un hermano, daba igual las formas en la que había intentado mirarlo como lo hacían el resto de mujeres. Y me rompía el alma, porque él me había dado todo sin esperar nada a cambio; había estado junto a mí cuando nadie más lo estaba.

Él representaba mi hogar: los Oscuros. Él debía ser mi presente y mi futuro.

Me dije a mí misma que tan solo esperaría por aquella noche. Conseguiría averiguar todo lo que necesitaba saber de los Quiméricos por el ingenuo Jonathan, quien no había heredado el gen y era tan sólo un insulso humano.

Conseguiría que me invitara para la mañana siguiente, y así podría acabar con el resto de la familia con total discreción.

Jonathan hizo ademán de levantarse.

-¿Queréis que os presente al resto de mi familia?

-No, tranquilizaos. Ya lo haréis más tarde. Contadme sobre la razón de vuestra huida de la señorita Fox- dije con una sonrisa.

Y me tragué los remordimientos con el ponche, ahogándolos en el alcohol de éste. 

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora