KAYLA. Hace 202 años.
La primera vez que nos citamos fue dos días después de la fiesta, para desayunar en la ciudad. Todas las veces que nos vimos se presentaba con algo nuevo planeado. Lo hacía con genuina ilusión, con la esperanza de un niño de que realmente me gustara.
La tercera vez me llevó a sus establos y dimos un paseo a caballo. Aquella fue la vez que realmente marcó la diferencia. Dos de sus hombres nos seguían a lo lejos, pero igualmente pareció que por fin estábamos a solas. Aquel día tragué saliva y dejé de producir feromonas para atraerle.
Sólo Dios conoció el alivio que sentí al ver que él no notó la diferencia.
-Es precioso- dije. Le apreté el antebrazo. No tanto el paisaje como él mismo, pero eso no se lo pensaba decir.
Era otoño y el jardín se encontraba en plena metamorfosis. El sol jugaba con las nubes. A pesar de que la hierba seguía verde, la luz era muy fría. No habían flores, y los árboles estaban tintados desde un llamativo amarillo, hasta los tonos más oscuros del rojo.
Jonathan sonrió, orgulloso de sí mismo.
-Lo es. Mi padre siempre muestra a sus invitados el jardín en primavera, pero yo lo encuentro mucho más hermoso en otoño. Parece mucho más salvaje, ¿sabe? Es un recordatorio de que aunque lo continuemos podando está hecho de algo mucho más antiguo que no podemos controlar- me miró fijamente sin detenernos. Sus ojos danzaron sobre mi rostro, como si encontrara en él algo que yo ni siquiera sabía tener. Siempre sonriendo. Nunca dejaba de sonreír cuando estaba conmigo-. Y no está ni mi padre ni mi hermana en casa. Estamos solos, señorita Blackash- me estremecí. Sin duda un atrevimiento para la época-. Aunque no entiendo por qué ha traído a su pobre carabina- exclamó bien alto, para que la mujer que nos seguía unos pasos atrás nos escuchara. Casi pude ver su sonrojo.
La había encontrado hacía un par de semanas en la calle mendigando comida. Con una suma considerable de dinero como aliciente y la ropa adecuada, la había convertido en mi acompañante, tras asegurarme de que no me haría preguntas. Siempre se encontraba conmigo cuando Jonathan y yo nos veíamos a solas, tal y como dictaban las reglas de sociedad.
Ahora mismo todo avanzaba a una velocidad vertiginosa, y me daba la sensación de encontrarme en una carrera cuya meta era un precipicio abismal. Estaba en el ojo del huracán.
Jonathan me condujo por un camino cubierto por las hojas caídas. Llevaba puesta una levita y pantalones negros, a conjunto con su sombrero. El chaleco y su pañuelo eran de distintos tonos azul pálido. De seda ambos.
Se detuvo de pronto donde comenzaba el laberinto. Se giró. Me miró en silencio con sus ojos de noche y levantó con cuidado mi mano. Con una sonrisa pícara, me besó los nudillos.
-Lo siento, señorita Blackash, pero voy a tener que poner a prueba su confianza en mí.
Me agarró de la mano y echó a correr. Grité por la sorpresa, pero no dudé. Me agarré la falda con mi otra mano enguantada y le seguí riendo como una cría.
-¡Jonathan!- exclamé su nombre de pila sin percatarme.
Jonathan tiraba de mí porque a penas podía avanzar con las capas de vestido encima. Los finos tacones amenazaban con torcerme el tobillo. No paraba de reírme tontamente, mientras él giraba con total seguridad.
-¿Sabes el camino?
-¡Shhh!- se llevó un dedo a los labios, y me arrastró hacia un rincón, donde nos agachamos. Me apoyé en el muro que formaba el arbusto.
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Ángeles en el infierno
ParanormalCuando cayeron del cielo, parecían bolas de fuego. Meteoritos; tal vez estrellas fugaces. Hasta que alguien se percató de que tenían forma humana. Y alas. En la víspera de noche buena, los ángeles han recibido un mensaje de Dios, si es que a...