Capítulo 40.

2.5K 237 3
                                    

ALEX.

No conseguí dormir.

Me quedé en la cama durante dos horas solo para guardar las apariencias. Era demasiado orgulloso como para demostrar cuánto me había afectado ese beso.

O cobarde.

No quería salir de la habitación, tampoco. Tener que mirar a Marcus o a Sarah. Estaba seguro de que Marcus ya lo sabía todo. Su inteligencia y la forma en la que me conocía formaban una mezcla que realmente detestaba a veces.

Me paso la mano por la cara, suspirando y sentándome en el borde de la cama.

Por los Arcángeles. No sabía si me odiaba más por haber besado a Sarah o por no haberme podido controlarme después. El orgullo herido y la vergüenza me dominaban por igual.

Sarah era la Serafina. La hija del Arcángel Gabriel, por el amor de Dios. Recordé lo que le había pasado a Alana por tener una relación con Uriel, por pecar de soberbia: ambos habían sido Desterrados.

Sólo que yo ya había sido Desterrado, sin necesidad de pecar por un amor a escondidas. Algo que ya había hecho, de todas formas.

Sólo que lo nuestro ni siquiera era amor. Ni siquiera era un ambos.

Las razas no se podían relacionar entre sí. ¿Cómo podía olvidarlo? ¿Cómo podía ser tan estúpido?

Me embargó una sensación de frustración y rabia contra mí mismo que tuve que contenerme para no golpear algo.

Cómo. Podía. Ser. Tan. Estúpido.

Escondí la cabeza entre mis manos. No quería pasar por lo mismo de nuevo. Yo no era como era Cain, un mujeriego saltando de cama en cama con la facilidad con el que uno salta por las escaleras de su casa. Aquello sólo me había ocurrido una vez, hacía tanto tiempo que casi era absurdo el dolor y la precisión con el que lo recordaba.

Kayla.

Habíamos sido amigos desde la infancia, y desde mucho tiempo antes ya sabíamos que pasaríamos el resto juntos, aunque ninguno de los dos quisiera admitirlo. Ni a si mismo. No sé quién fue más estúpido. Ella, al pensar que lo conseguiríamos, o yo, al creerla. Teníamos el color de las alas por delante, y a Cain, y la precaria paz de los Iluminados y los Desterrados sujetada con un frágil hilo sobre nuestras cabezas.

Ella eligió a Cain y a los Oscuros, y me abandonó. Y la odié por ello. O lo intenté, porque ella no me lo permitió prometiéndome sueños inalcanzables y esperanzas imposibles. Al fin y al cabo, su nombre significaba Corona de Laureles: aquella que solo llevaban los vencedores y victoriosos.

Me prometía la victoria; nuestra victoria sobre las desigualdades entre las razas.

Y esa promesa -ese sueño imposible que yo disfrazaba de esperanza-, nos unió en un amor tan profundo –o eso creía, sin saber que arraigaba en algo menos estable que la arena seca- que me hizo traicionar todos mis principios: mi lealtad al ejército del Arcángel Gabriel y hacia los Iluminados. Nos hizo sentir poderosos, porque habíamos conseguido esquivar las normas dictadas por nuestra sociedad injusta.

Nos sentimos tan poderosos -o tal vez lo éramos por ello-, que conseguimos algo que ningún ángel había conseguido: nos convertimos en Coniux a pesar de pertenecer a diferentes razas.

Manteníamos la Conexión cada uno en un extremo de El Hogar, planeando lo que haríamos en nuestro próximo reencuentro a escondidas.

Nos sentíamos poderosos; jefes de nuestro pequeño refugio. Por primera vez, realmente victoriosos.

Debimos saber entonces que aquello no duraría demasiado.

Preveía que la historia se repetiría con Sarah. Pero aún estaba a tiempo. La historia aún no había comenzado: había sido ella quien me había besado, y sólo lo había hecho porque aún conservaba la esperanza de que fuera humano. Había visto el asco y la rabia con el que miraba a los de mi raza: un desprecio inamovible, creado por años de odio.

Las razas no se mezclaban.

Ella no cambiaría por mí. Yo no volvería a abandonarlo todo por alguien.

Si no había comienzo, no habría final. Ni dolor.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora