Capítulo 17.

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SARAH.

Miré de reojo a Alex, preguntándome cómo podía permanecer de pie teniendo en cuenta que no había dormido en toda la noche. Sospechaba que la primera noche tampoco lo había hecho.

Recordé cómo me despertó en mitad de la oscuridad, con sus jadeos ahogados y gruñidos frustrados. Cómo se puso a hacer flexiones, cómo se movían sus músculos marcados bajo la piel tostada, como si tuviera todo un ser encerrado en sí mismo que quisiera liberarse y rugir.

Lo vi por primera vez con la guardia baja, todo la rabia, impotencia y desamparo que brillaban en sus ojos y reflejados en sus labios, apretados en una fina línea pálida. Me fijé en cómo su rostro mostraba sus emociones, una después de otra, tan rápidas e intensas que a penas podía comprenderlas.

A penas podía comprenderle a él.

Comprender cómo era posible que a todos nos debilitara el dolor, mientras a él parecía librarlo de... De algo. De sí mismo.

Mierda, Sarah. Estás jodida.

Me di una bofetada mental.

Carraspeé.

-Hoy estás un poco callado, ¿no?

-Todos los días estoy callado- replicó.

-Oh, Dios mío, no, por favor. Tanta amabilidad tan temprano por la mañana me mata.

Él me miró con el entrecejo fruncido. Buf, si no pillaba la ironía íbamos mal. Era mi modo de comunicación natural.

-No hace falta que metas a Dios en esto.

Parpadeé.

-¿Eres religioso?- pregunté, aunque ya lo sabía.

Después de hacer un centenar de flexiones la noche anterior, se había arrastrado a su rincón y acostado boca arriba, mirando al cielo y con las manos entrelazadas encima de su pecho. No había podido oírle, pero había visto sus labios moverse en una plegaria infinita y silenciosa. No se santiguó, pero hubiera jurado que estaba rezando.

O eso, o había estado hablando solo, claro.

-¿Tú no?- dijo, abarcando todo el panorama que se extendía frente a nosotros con la mirada.

Los edificios destruidos, la carretera polvorienta y agrietada. La naturaleza poco a poco iba reclamando la ciudad como suya: plantas, hojas e insectos comenzaban a surgir de cualquier rincón inesperado, cómo diciendo: "¡Sí, por fin! Jodeos, humanos. ¡Ha llegado nuestro momento!"

Abarcando todo con su mirada: toda la obra de los ángeles.

-Nah. Llevan alas, pero aún no he visto su aureola ni la sonrisita de santo. Es decir, si Dios es tan misericordioso, todo esto no podría ser obra suya. Demasiados muertos inocentes y demasiada justicia mal impartida. Francamente, si creyera en Dios sería para poder creer que llegará el día en que podré patearle el culo.

Alex me miró, creo que algo divertido.

-No se trata de creer en nada. Se trata de tener fe.

Solté una carcajada sarcástica.

-No me vengas con eso, tío. Ya no queda nada por lo que tener fe. Pasó ese día hace tiempo.

Alex se limitó a echar la cabeza hacia atrás, mirando el cielo. Pareció relajado, por primera vez. Sin arrugas en la frente, con los labios relajados y la mirada clara. Siempre parecía sentirse mejor cuando miraba el cielo.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora