Capítulo 22.

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CAIN.

Parpadeé lentamente al sentir la pared fría contra mi espalda. Gemí al enderezarme, tenía todos los músculos doloridos; la sensación de que aunque había perdido la consciencia, había permanecido todo ese tiempo en tensión. Moví el cuello de un lado para otro, con liberadores crujidos.

La sala habría estado completamente a oscuras si no hubiera sido por la minúscula rendija de ventilación que había en una esquina, que aunque tenía barrotes, revelaba el cielo nublado que había en el exterior, pero no la hora. El suelo y las paredes eran de cemento; lo único que rompía la monotonía era la puerta que tenía delante mía, de metal.

Fruncí el ceño con esfuerzo, intentando recordar qué era lo último que había ocurrido. Estábamos Damian y yo. Ah, sí. Y Kayla.

Y los gritos.

Y la sangre.

Y las lágrimas.

Cerré los ojos con fuerza, apoyando la coronilla en la pared. Mierda, mierda, mierda. Qué había hecho. Por lo menos Kayla no había muerto.

Por lo menos Kayla no había muerto. Qué consuelo más absurdo.

Yo sí que lo estaría dentro de poco.

Si no era en manos de Damian, cuando se le acabara la paciencia, sería a manos de Lilith, ya que ella no tenía. Maldita sea, se suponía que era uno de sus mejores soldados, quién conseguiría la Serafina antes que ningún otro.

Pero dos días después, seguía encerrado en la Guarida del Arcángel Uriel.

Por un instante me pregunté si sería mejor rendirme ante Damian. De todas formas, si me mataba, sería mucho más rápido que Lilith.

Negué con la cabeza. No sé en qué estaba pensando. Era fiel a mi señora. Si moría en sus manos, que así fuera.

Cumpliría con mi deber.

Una tos ronca interrumpió mis pensamientos. Me enderecé sorprendido; el Akasha había apagado mis sentidos y dejado medio atontado. Por los malditos Arcángeles -oh, y sobretodo Uriel-, incluso mi visión nocturna era como la de un puñetero mortal.

Un día después, aún seguía bajo los efectos del Akasha.

Vislumbré en la oscuridad una figura femenina tendida en el suelo boca abajo; su espalda convulsionándose por al tos, cada vez más intensa.

Su pelo blanco parecía de plata bajo la luz casi inexistente.

Kayla.

Forcé mi voz a escucharse fría.

-Haznos un favor y no vomites- le dije. Mi garganta reseca y rasposa le quitó seriedad a mi tono, por desgracia.

Esperé a que se riera, como aprendió su risa a ser cuando nos enfadábamos cuando teníamos 15 años: seca, transparente y afilada; como el cristal de un elegante jarrón... Antes de ser lanzado contra el suelo y estallar en mil pedazos que se clavaban en tu piel y bajo ella.

Sin embargo, silencio.

Tragué saliva. Debía estar realmente mal. Ella nunca permitió mostrar ni una pizca de debilidad cuando sus alas se tiñeron de negro y se convirtió en una Oscura, y aún menos cuando se las cortaron y se volvió una Desterrada.

El instinto obró en mí antes de que me diera cuenta, y sin percatarme, me moví hacia ella. La descarga eléctrica en mis muñecas hizo que pegara un brinco, y ese brinco hizo que aquel fuego se hiciera más intenso.

Inspiré hondo, intentando vencer las ganas de ponerme a gritar de rabia e impotencia. Llevaba tanto tiempo junto al Akasha que me había acostumbrado lo suficiente a su presencia como para no darme cuenta de que estaba esposada con ella. Unos enormes grilletes salían de mis muñecas, unidos a una cadena atornillada en la pared. Su contacto no me dejó sin aire al instante, como las primeras veces; aún no sabía si era porque no podía estar más exhausto, o porque comenzaba a ser algo inmune a sus efectos.

Fuera lo que fuera, no dejaría mi poder intacto, desde luego. Sufriría las consecuencias durante semanas.

No quise pensar en las quemaduras de mis alas.

Miré mi torso desnudo, alguien me había arrancado la camiseta para que tuviera pleno contacto con el metal. Apostaba lo que fuera a que tanto el material de las paredes como del suelo llevaban virutas de Akasha. Toda la cara interior de la puerta debía estar hecho de ella, para que no nos acercáramos a la salida.

Me quedé inmóvil, lamentando en silencio mi antigua decisión de ir hacia Kayla, y rogando que no se hubiera dado cuenta de que aquella había sido mi intención. Su cuerpo en silencio y tenso reveló que lo sabía; el tintineo de las esposas me había delatado.

La miré, con un odio que hubiera sido odio si no fuera porque solo quería ocultar lo que había debajo.

Abrí la boca varias veces, hasta que suspiré. Que se fuera al Infierno de los humanos, teniendo en cuenta que le faltaba poco para ser uno.

Pasó el tiempo. No sé cuánto, sólo que la luz del exterior comenzaba a morir. Pronto se haría de noche, y con él un día más de mi caza. No nos había visitado nadie para darnos comida; y normalmente no hubiera hecho falta, pero el Akasha me estaba consumiendo por dentro. Yo tenía la lengua seca, pero sabía que Kayla estaba mucho peor.

Bien.

A penas se había movido unos centímetros en todo este tiempo: se había limitado a estar boca abajo a ponerse en posición fetal, de espaldas a mí.

Bien. Eso lo hacía todo más fácil, me dije.

Ya era de noche cuando la puerta de la celda se abrió. Tensé los músculos hasta creer que saldrían de mi piel, pero no fue suficiente: no tenía fuerzas suficientes para levantarme, al menos, aún con las esposas.

Solté todos los tacos que conocía de golpe, y no precisamente con disimulo.

Solté unos cuantos más al percatarme de que el idiota que venía a por nosotros era Alana.

Estaba muy, muy cabreado, pero tuve que carraspear antes de hacérselo saber.

-Por aquí no está la cama de Damian, angelita- gruñí. Alana cerró la puerta tras sí, ignorándome-. ¿Qué haces aquí? ¿Vienes a darnos un mensaje de tu novio?- dije cuando se inclinó hacia mí, con aire cabreado.

Sujetaba algo en la mano.

No sabía qué era, pero debía ser malo.

Me removí, gruñendo de dolor, hasta que Alana me dio una bofetada en la cara. Mi cabeza rebotó, y tuve que parpadear. Estaba demasiado sorprendido como para enfadarme. Aún más.

-Cállate- me soltó, son su aire regio-. No estoy aquí para eso.

Inspiré hondo al ver que lo que sujetaba en la mano era una llave, y que no se inclinaba hacia mí, sino hacia mis esposas.

Tragué saliva, duro. Estaba incrédulo.

-¿Vas a liberarme?

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora