Capítulo 11.

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SARAH. Hace 5 años.

-Señorita Schwartz- me saludó cuando entré en el despacho.

-Tía Maddie- me senté en la silla de cuero frente al escritorio.

Observé la sala. Era anticuada, vieja y polvorienta; los trastos se apilaban en pilas tambaleantes, y los montones de archivos de encima de la mesa amenazaban con salir volando en el momento en que alguien abriera la ventana. Unos grandes ventanales dejaban colar un resquicio de las calles de Londres, grises y húmedas en una de sus mañanas de Febrero.

En el la pared había un crucifijo, encima de la cabeza de la anciana. También vi el rosario que colgaba de su cuello.

Rocé disimuladamente mi collar para reconfortarme, pero no pude evitar estremecerme.

La Tía Maddie apoyó su mentón sobre sus arrugadas manos y me miró tras sus gafitas redondas.

Sonrió.

Yo no.

-Bueno, señorita Schwartz. Como es nueva por aquí, y de los alumnos más jóvenes, normalmente le daría un discursito para ayudarla a adaptarse antes de comenzar la terapia, pero ya veo que es bastante... Dura.

Me quedé mirándola. Curioso eufemismo para decir "asesina".

Suspiré.

-Ya sé de qué va todo esto, Tía Maddie.

-¿Ah, sí, señorita Schwartz? Ilumíneme.

-He estado en más loqueros.

-Esto es un reformatorio, querida.

-He estado con más psiquiatras.

-Soy una psicóloga, señorita Schwartz.

-¿Y cuál es la diferencia?- resoplé.

-Qué los psiquiatras reparten pastillas y yo soluciones eficientes- bromeó. Puse los ojos en blanco-. Los psiquiatras tratan a locos, y yo solo a personas que necesitan ayuda.

-Todos los locos necesitan ayuda.

-Pero no todos los que necesitan ayuda están locos, señorita Schwartz. Reconozco que a usted la veo bastante cuerda.

Entrecerré los ojos, intentando adivinar si aquello había sido una ironía.

-Por supuesto, como usted también cree en los ángeles.

Ella frunció el entrecejo.

-Pero no afirmo verlos- dijo, con dureza.

No me hizo gracia. No había llevado el proceso del todo bien: el juicio, el traslado, las miradas acusadoras, los susurros incrédulos a mis espaldas –"¿Cómo una niña de doce años ha podido hacer algo así?"-. Por suerte, en el reformatorio St Louis no tenía ningún problema. Como siempre que me cambiaba de centro, mi reputación había llegado antes que yo, y era obvio que el mote de "asesina" había eclipsado por completo los de "la Loca" y "cleptómana." Bueno, "cleptómana" no, porque la mayoría no sabía qué significaba, pero el de "ladrona", sí.

Nadie se me acercaba, por suerte o por desgracia. Era la más joven con diferencia; casi todos rondaban entre los dieciséis y dieciocho años. Además, que yo tenía el físico de una niña de diez (aunque tenía la mentalidad de alguien de quince, pero eso nadie se molestaba en averiguarlo). No era tan horrible como el último centro, pero seguía siéndolo. No sabía si nadie se metía conmigo por el motivo de mi internamiento, o si estaba mal visto meterse con alguien tan pequeño.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora