Capítulo 28.

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ALEX.

Cuando el filo de ambas armas entrechocaron, saltaron chispas. Conocían el rencor entre nosotros. Percibían nuestra venganza, y redención. El pasado en común. El futuro incierto.

Se conocían. Habían peleado juntas. Habíamos defendido al otro con ellas. Marcus me había enseñado a luchar con ellas. Nos conocían. Se habían unido a nosotros en cuanto tallaron nuestro nombre en su metal.

Un martillo, reluciente y plateado, sacando fuerzas de su orgullo y honor.

Una espada, roma y oxidada, resistiendo solo por desafío e ira.

Éramos dos ángeles. Hermanos. Soldados de guerra y compañeros en la vida. Amigos. Dos ángeles que juraron lo mismo, y lucharon por ello. Juntos.

Pero uno cayó.

Y el otro no.

Pero ambos nos encargaríamos de hundir el uno al otro.

El sudor recorría mi espalda como un recordatorio de mi creciente debilidad. Pero debía resistir. Tenía que proteger a Sarah.

Ahora era todo tan obvio. Su Qëlah, sus habilidades. Por qué iban los Iluminados a por ella.

Por los Arcángeles, era una Serafina y había sido un estúpido por negármelo a mí mismo durante tanto tiempo.

Apreté los dientes de nuevo en un intento de resistir la nueva embestida de Marcus que me envió volando hacia atrás, hasta estamparme contra un coche. Las ventanillas saltaron por los aires, y la puerta se aboyó bajo el impacto.

Salté fuera de allí cuando vi que Marcus hacía un amago de lanzar uno de sus martillos contra mi cabeza. Efectivamente, el martillo impactó a centímetros de mi oreja, el lugar donde un milisegundo antes había estado yo. Sentí la energía vibrar de su metal, pero no lo cogí, a diferencia de los látigos del otro ángel. Sabía que sus martillos estaban mucho más conectados a él que cualquier otro ángel soldado. Después de todo, fue él quien me enseñó.

Y eso significaba experiencia. Total poder sobre ellos.

Como yo esperaba, Marcus solo tuvo que levantar la mano para que el martillo se elevara solo en el aire y flotara a toda velocidad acudiendo a su llamada. Recogí uno de los látigos del ángel asiático y lo enrollé entorno a su cuello, estirando con fuerza.

Marcus rugió. Tal vez no siguieran teniendo su antiguo poder, pero seguían siendo de Akasha.

-¡Maldita sea, Alejandro!- bramó, al sentir su piel burbujeando, hirviendo-. ¿Qué demonios te pasó?

Yo negué con la cabeza, y embestí de nuevo. Marcus siempre había sido un ángel pacífico, y la ira de un hombre amable siempre ha sido más temible que la de uno agresivo.

Pero seguí peleando. Eso daba igual. Todo daba igual, excepto mi misión. Aquello era lo único que me importaba ahora. Ya no tenía más deberes ni obligaciones.

Nadie me dirigía ahora.

-Eso no importa- respondí.

Me sentía al borde del colapso. No iba a poder resistir mucho más. Marcus era uno de los ángeles más fuertes de mi antiguo escuadrón. Fue quién me enseñó a pelear y a defenderme, y el arte de las armas y la batalla.

Ambos conocíamos las tácticas del otro, pues eran las mismas.

-¿Que no importa?- podía sentir la ira de Marcus circulando bajo su piel, unida íntimamente con su éter. Atrás, aún podía escuchar a Sarah jadeando pesadamente luchando contra Hilarión. Unos metros más allá, a Somewhere, aullando de dolor. La desolación me arrolló junto con una certeza temible y clara. Íbamos a morir-. Eras mi mejor aprendiz. Uno de los mejores soldados que jamás cruzaron nuestro batallón. Tenías un futuro tan brillante, Alejandro... Justo como tus alas.

Percibía la decepción en su voz. Yo no había sido sólo su compañero, sino también su proyecto, su obra de arte. Él había sido Miguel Ángel y yo uno de sus ángeles pintados sobre un lienzo blanco.

Hasta que descubrí que aquel lienzo estaba totalmente manchado por detrás.

Todo era una ilusión, una manipulación tan simple que resultaba casi absurda. Insultante, incluso.

Su ira comenzaba a influirme, hinchando la mía.

-No hables de mis alas, Marcus- mi voz se tornó un gruñido ronco-. Estuviste presente en el momento en que me las arrancaron, y no escuché ni una sola protesta de tu boca. No alzaste ni una ceja.

Mi patada dio de lleno en su pecho, enviándolo hacia atrás. Marcus frenó el impulso extendiendo las alas. Verlas me enfureció más.

-¡Mataste a uno de nuestros superiores! ¿Qué iba a hacer, si decidiste matar a Kaifas de un día a otro? ¿Qué querías que dijera, Alejandro?

-¡Eso da igual!- grité, explotando-. ¡Me conoces! ¡Me criaste! ¡Sabes que para mí lo más importante es El Hogar y proteger a mi pueblo! Cualquier cosa que hiciera era por su bien, y lo sabías- escupí-. Pero fuiste un cobarde, y preferiste negarlo antes que aceptar que el ángel al que Desterraban ante ti tal vez fuera algo más que un traidor.

La fuerza que mi furia desataba en mi éter fluía dentro de mí, envolviéndome, recorriéndome, fluyendo hacia mi espada. Una suave brisa se levantó entre nosotros, una amenaza dormida del huracán que estábamos despertando.

-¡Pues dímelo!- la propia impotencia de Marcus se hizo patente en su voz-. Dime, Defensor de Ángeles y Hombres, porque decidiste traicionar a ambos.

Abrí la boca, decidiendo soltar el grito que hacía tiempo dormía en mi pecho. Un grito que llamaba a todos, que exigía ser escuchado y que yo había silenciado cuidadosamente; un grito que guardaba todo aquello que cargaba sobre mí, la pena y el dolor y la traición y la razón sobre ellas. Un grito que había alimentado con dolor y desesperación, y a la vez con determinación e ira.

Pero no fue mi grito el que se escuchó, cuando abrí la boca.

Fue el de Sarah.

Su cuerpo, dorado y elegante saltó por los aires hasta caer contra el pavimento con tanta fuerza que creó un pequeño cráter a su alrededor, y unas grietas que comenzaron a extenderse como finas telarañas.

Silencio.

Su cuerpo no se movió.

Su pecho no subió, ni bajó.

Silencio.

Un silencio que precedía a la muerte, o tal vez que la muerte siempre llevaba consigo.

Sarah había conseguido matar a Hilarión, a coste de su propia vida.

Silencio. Un silencio envenenado que se filtraba en mi piel, recordando mi propia penitencia que había estado llevando sobre mis hombros, hasta que la conocí a ella.

La soledad.

Una soledad que se intensificó hasta que ya no pude soportarla y me desbordó, dejándome vacío por dentro.

Pero lleno de odio, y de venganza. Quería protegerla; era un deseo que me estaba consumiendo por dentro.

Aquello iba por primera vez más allá de mi objetivo, de conseguir de vuelta mis alas. Quería protegerla con mi cuerpo, y mi espada y mi éter y toda mi alma. Ahora que la perdía me daba cuenta de que por unos días ya no había estado solo. Era todo lo que me quedaba.

Era todo lo que me quedaba... Pero ya no.

Se había ido.

Silencio.

Un silencio que comenzó a llenarse del silbido suave de la ventisca que comenzaba a desperezarse. Del peso de las nubes que comenzaban a llenar el cielo. Taparon el sol. Taparon la luz, pero tampoco se hizo de noche.

Todo se volvió gris, indefinido, como yo.

Miré a Marcus, sintiéndome vacío por dentro pero lleno de ira.

Él me devolvió la mirada, y debió ver algo, porque susurró.

-Alejandro. No.

Un trueno resonó lejano.

Desaté mi éter.

Y con él, el Infierno.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora