Capítulo 29.

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Mi cráneo parecía a punto de explotar. La ventisca cada vez crecía más, y más, silbante, cortante, fría como navajas lanzadas. La presión de la atmósfera se intensificaba, aumentando la sensación de opresión a pesar de hallarnos en el exterior. El gris del cielo se oscurecía, y las nubes se volvían más densas y amenazantes. Comenzaron a girar y a arremolinarse sobre nuestras cabezas, formando un espiral que se iba desarrollando poco a poco, y a la vez demasiado veloz para ser natural. Percibí el olor a ozono, y mi sangre hirvió.

Se acercaba una tormenta.

Bien. La recibiría con los brazos abiertos.

Y de paso, que arrancara los de Marcus.

-¡Alejandro! ¡Tranquilízate!

-¿Por qué, Marcus? ¿Acaso no viniste con la intención de matarme?

-Sí- admitió él, siempre dolorosamente sincero-. Pero no así.

-¿Cómo, entonces?- grité, con las manos en alto, una sujetando mi espada, la otra llamando al cielo con mi éter-. ¿Yo estando medio moribundo, débil, como un mero humano? ¿Yo, rindiéndome al sobrecogedor poder de un Iluminado? ¿Es eso, Marcus? ¿Creíste que no poder volar bastaría para hundirme? Aún puedo mantenerme en pie- le recordé, amenazante. Oh, me aseguraría que jamás lo olvidase-. Aún puedo caminar. Correr. Y pelear.

Marcus extendió sus alas iridiscentes para frenar la fuerza del viento.

Ah, la fuerza del viento. Mi fuerza. Mi ira. Yo.

Ahora éramos uno solo, porque aquel viento soplaba lleno de ira. Y en aquel momento, yo estaba hecho de ira.

Muerta.

Susurró una vocecita en mi cabeza, maliciosa.

Muerta.

Me recordó, despiadada.

Había quienes la llamaban conciencia. Pero yo sabía que no era así. Tener conciencia significaba tener remordimientos o escrúpulos.

Sólo era mi alma, que gritaba en pena.

Un árbol fue arrancado de cuajo por las raíces y se fue volando, calle abajo. Una teja salió disparada hacia mi cara. Los basureros comenzaban a traquetear sobre sus ruedas.

-Sé que estás dolido por la muerte de la Serafina. Pero eso no cambiará la dirección de los acontecimientos- replicó, sereno, Marcus.

Entrecerré los ojos.

-Era más que una Serafina. Era una persona, con un nombre además que el de su raza. Tenía pensamientos. Emociones. Ideales- el cielo rugió, apoyándome-. No era solo un peón en el tablero de los dioses. Ella elegía su próximo paso. Intentasteis doblegarla. Y éste es el resultado.

Recibí exultante la sensación de la progresiva desaparición de la serenidad de Marcus. Quería que se enfadara. Conmigo, o con todos, daba igual. Estaba sediento de sangre.

-Estar sobre tierra te ha quitado perspectiva. Todos formamos parte del ajedrez de los arcángeles que juegan contra el destino, muchacho. Incluidos nosotros. Y hace un tiempo, tú mismo estabas orgulloso de ello. Querías ser un peón, y defender a tu rey.

Alcé la mano, y un rayo de descargó sobre mi palma. Moviendo los dedos, dirigí el disparo al pecho de Marcus, quien salió disparado hacia atrás, con la piel humeante.

Por un instante, no se levantó. El cielo tronó. El aire revolvió mis cabellos, recordándome que no era solo ira y vacía desesperación, sino también el cuerpo que los albergaba.

Pero Marcus levantó la cabeza. Su mirada de un cálido azul me traspasó, cuando se volvieron dos estalactitas de hielo.

Punzantes. Antiguas.

Extendió las alas, y clamó de dolor. Su éter despertaba, por fin.

El suelo tembló, y pequeñas grietas comenzaron a formarse bajo nuestros pies, al son de las órdenes de Marcus. Los árboles a nuestro alrededor saltaron de sus macetas, arrancados de sus raíces por una fuerza intangible. Los edificios comenzaban a derrumbarse. Escuché a alguien gritar dentro de alguno de ellos.

El cielo y la tierra estaban en guerra.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora