6

52 5 9
                                    

6

Julio, 1980

Camilo Sesto sonaba de fondo. Las esquinas de la biblioteca estaban siendo llenadas con la dulce voz de aquel hombre. Martín cantaba Jamás del famoso español. Su acento castellano aún seguía intacto, como si no hubieran pasado ya algunos años cuando lo dejó de hablar.

      Recordaba cómo se sentía su pueblo. Su tiempo de crío y lo libre que era. Escuchar a Camilo Sesto le regresaba a su lugar de origen, a donde él había nacido más no pertenecía. Esa canción le traía a la memoria esos días de verano cuando su abuela preparaba helados de coco en la isla y salían a comerlos en la montaña.

      Le hacía sentir el corazón cálido, recordar esos días donde definitivamente no tenía idea de lo que significaba ponerse el cinturón de adulto y enfrentar la dura realidad. Lo que deseaba de vez en cuando, sobre todo esos días donde le era difícil vivir como migrante ahí era volver a ser chiquito y embarrarse la camisa de helado de coco y listo.

      Ojalá pudiera volver a esos tiempos donde la vida versaba en eso.

      Martín estaba atento a como la punta de sus dedos golpeaban la vitrina mientras su barbilla se sostenía en la misma. Su mirada firme a la parte de afuera. No mentía que se sentía aburrido de no hacer nada más que existir.

     Le agradaba el momento en que los institutos terminaban clases y muchos de los estudiantes llegaban a pedir los libros para los deberes o los cómics que habían entrado esa semana. Le animaba un poco pensar sobre eso. Sentía que eso le daba vida pensar en lo diferente que se sentía la misma esos días de secundaria.

      La sensación que daban esas cuatro paredes llamada clase y estar sentado en los taburetes. Sentir la corbata del uniforme desarreglada y el pantalón de vestir adherirse a las piernas luego de un partido de básquet. Recordar esos momentos donde entraba a clases bebiendo agua helada y escuchar los murmullos de los compañeros.

      Dejó escapar un suspiro y nuevamente se centró en la calle y en las que transitaban por la vereda. La hora de almuerzo se acercaba y definitivamente las mujeres caminaban con sus bolsas en los brazos con todo lo que sería preparado, esa tarde le avisaba que no tardaría demasiado en sentir hambre.


Lily y Fleur caminaban por las calles del pueblo, dispuestas a ir a la biblioteca por unos libros que la última necesitaba. Iba escuchando a su amiga comentarle sobre las clases que había recibido ese día. Algo sobre la señora Robert y lo aburrida que era su voz cuando explicaba sobre la literatura.

      Lily solamente estaba atenta a su amiga.

      —Hemos llegado — avisó Fleur.

      Su amiga la soltó del brazo y caminó hacia la puerta para abrirla, pero se detuvo.

      —¿Qué? — preguntó.

      —¿No entrarás?

      —No, te he dicho que me quedaré aquí afuera.

      —Ya, tardó solo unos minutos — avisó.

       Lily vio a su amiga entrar por la puerta de la biblioteca. Ella, por otro lado, caminó hacia los almacenes de los lados y tomó asiento en una banca de madera vieja que había. Se cruzó de piernas y sostuvo su mochila contra el pecho.

      Recostó su cabeza en la pared que tenía detrás y dejó que el poco sol que había ese día le calentara las mejillas. Dejó que eso la relajara por algunos momentos. Pero no tardó mucho tiempo en escuchar la puerta de la biblioteca, abrirse de nuevo. Se reincorporó con velocidad, abriendo los ojos con leve dificultad, buscando ver a su amiga.

Calcomanie (Décalcomanie 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora