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Julio, 1983

El sol de julio calentaba las piernas descubiertas de Lily, sus manos sobre su abdomen y sus ojos cerrados dejando el tiempo pasar. El verano había iniciado de nuevo para Francia. Y era como si después de tantos meses todo regresaba a un inicio.

El invierno las volvería a encontrar, así como el otoño, la primavera y ahora, era el turno del verano de poder saludar a Lily. Los meses estaban transcurriendo, quisiera o no que eso sucediera, la vida avanza y es una característica de ella.

Poco a poco, ella comenzaba a comprender que se podía aprender a vivir con la ausencia de las personas. Le estaba costando aprender a vivir con la televisión apagada, con la ausencia de las preguntas de su padre o la forma en que calmaba a su mamá con las pláticas en la mesa — aun estas fueran desagradables—, o con su simple presencia. Le estaba costando, pero no se le estaba haciendo imposible.

Lily sintió que la ligera ventisca húmeda pasó acariciando los vellos pequeños de sus piernas. Se removió en la manta donde estaba recostada y siguió dejando que el resplandeciente sol le diera un lindo bronceado.

—¡Lilypo!

Fleur le gritó desde el interior de la casa.

—¿Qué sucede? — murmuró.

Su pregunta se arrastró por su boca. El día se sentía perezoso como para llevar en los hombros los altos ánimos que Fleur manejaba siempre. Y no es que fueran malos, o que le desagradara, incluso ella podía decir que los ánimos de su amiga le ayudaban a levantar los suyos propios.

Fleur se había vuelto como una pulga con ella desde ese día en que todo el diminuto pueblo supo que el Señor Diallo había fallecido. Se quejó por no haber dicho nada de nada y terminó por disculparse por haber desaparecido algún tiempo, pero había tenido algunas cosas que hacer.

—¿Dónde está el azúcar? — Algo cayó al suelo —. Te reprendo — escuchó.

Lily abrió sus ojos, su calma había sido interrumpida por su amiga, quien gritaba desde la cocina. Se levantó dejando su toalla en el suelo y entró a la casa. Caminó por el pasillo, desviando su mirada a la habitación donde estaban los cuadros y las pinturas de Martín.

En ese lugar donde el olor a tíner se había impregnado, tanto que hacía que su nariz picara un poco. Lugar donde un día, meses atrás, Martín estuvo sentado mientras pintaba un cuadro, pero ahora todo ese lugar estaba vacío. Lily se acercó y cerró la puerta para no querer entrar y negarse a salir de ahí.

Los últimos dos meses la casa de Martín se había convertido en su casa. Ese lugar tan extraño y distinto a lo que era su habitación ahora era su refugio. Se quedaba ahí todos los días, incluso si muchos de ellos llegaban solo a acostarse a la cama de Martín para sentirse menos sola.

Aquel diminuto espacio en comparación a su casa era lo que llamaba hogar.

Para superar la muerte de un ser querido había etapas. Los grandes estudios comentaban que eran cinco etapas las que se debían pasar: negación, ira, negociación, depresión y aceptación.

Lily había conseguido pasar solo unas cuantas de ellas. La negación ya había formado parte de sus meses. Había pasado los siguientes quince días después de la muerte de su padre lidiando con el shock que se le había enraizado en la mente. Cada noche se levantaba llorando y bajaba al sofá hasta que el sol salía y conseguía dormir. Luego, una noche ya no despertó llorando, pero se levantó con ira.

El enojo de que su padre se había ido muy joven la estaba haciendo añicos por dentro. Había un enojo que le generaba dolor de cabeza y escocés dentro suyo. Los siguientes días fue eso, una ira contra su propio padre y la vida misma por arrebatarle algo como aquello. Había estado en la etapa de ira porque había esperanza, ella se había aferrado a ello como si fueran dos pequeños hilos a punto de romperse. Como si fuera aquella calcomanía que ya no tiene pegamento, pero que insiste, que resiste a quedarse adherida a donde siempre estuvo pegada.

Calcomanie (Décalcomanie 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora