MARTÍN, GALLETAS DE JENGIBRE

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MARTÍN, GALLETAS DE JENGIBRE

Si a Martín le preguntasen que prefería hacer en navidad, seguro hubiera terminado diciendo que le parecía el plan más maravilloso, el de irse a encerrar a su estudio y pintar, quizá antes hubiera dicho que le hubiera gustado quedarse con su abuela en la isla y pasear por la madrugada en la playa.

Cuando tenía catorce lo hizo, salió casi a la medianoche a caminar a la playa y a sentir como la arena se colaba entre sus dedos, la forma en que la ventisca tenía un olor a dulce y traía consigo las risas de los niños que habían compartido con su familia. Aunque, con veintiún años, él ya no podía decir que quería irse a la playa.

Esa tarde de navidad se había despertado de una siesta con ganas de unas galletas con la receta de su abuela. Las de jengibre. Por supuesto que tenía la harina, la levadura, la azúcar moreno, la mantequilla, pero no tenía ni el jengibre ni la canela, lo que lo llevó a salir de casa para buscarlos y volver.

Su camino en mente era ir a la tienda y volver, pero hubo unos ojos oscuros, cargados de aburrimiento, lo que le cambiaron el camino y termino por quedarse viéndoles. Se quedó estático algunos segundos porque él vio a la persona que estaba al lado de ella y la forma en que él le miraba.

Algo dentro de Martín se encogió, ambos se dieron cuenta de que se encontraron entre la multitud. A él le sentó pesado verla luego de un tiempo, comprendía que ella lo evitase, aunque no se esperó la forma en que sucedería, aun con eso, le comprendía.

Comprendía que no todos se tomaban de la mejor manera un golpe de realidad, porque no cualquiera te mira de frente y te dice las cosas sin titubeos. Las palabras directas era algo que Martín tenía que mejorar y buscar la forma de suavizar un poco lo que muchos ya sabían.

Le saludo con la mano agitada, sabiendo qué expresión darle para irritarla y al ver como ella le ignoro se retiró de donde se encontraba. Al menos la había visto y parecía encontrarse bien. Mientras Martín caminaba con las manos dentro de su abrigo, lejos de ella, sintió una gota caer sobre su cabeza. Sin dudarlo fue a una tienda y pago el doble del coste original por un paraguas, olvidando que iba por jengibre y canela.

Quizá, porque en realidad el jengibre y la canela solo había sido una excusa para poder salir. De seguro, porque Martín tenía vecinos. Vecinos a quienes les pudo pedir el jengibre y canela sin necesidad de ir al centro.

Avanzó con el paraguas en sus manos, no le importaba mojarse él, sino ver por ella, por la mariposa que había corrido al fuego. Y cuando la encontró, la tormenta se hizo sobre él. Todo lo siguiente paso demasiado rápido.

El corazón de Martín se encogió al verla correr, ver sus tenis blancos mancharse de lodo, la orillas de sus pantalones mojarse y notar como su abrigo goteaba de la lluvia que la había empapado.

Su mariposa se estaba mojando, y sus alas rompiéndose.

Y al verla llorar, a Martín le importo un carajo que se odiaran, que vivieran peleando o que algunas veces no pudieran siquiera verse unos segundos sin antes ponerse a dar de gritos.

Él no podía dejar que ella se quebrara demás. Por eso, avanzo a pasos rápidos, abrió el paraguas y la cubrió, la tomo por sus brazos y le susurro.

—Sé que te duele, Lilian.

Porque él sabía muy bien lo que dolía que te cortasen las alas y a ella se las habían quemado y a pesar de eso, se atrevía a volar pese del dolor.

      Porque él sabía muy bien lo que dolía que te cortasen las alas y a ella se las habían quemado y a pesar de eso, se atrevía a volar pese del dolor

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