1. Renacer

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Los oídos estaban taladrándome el cerebro con un pitido estridente y eso era lo único que me confirmaba, contra todo pronóstico, que estaba viva.

Mi cuerpo no respondía, mis ojos no veían. No sentía dolor, siquiera respiraba, estaba presa en mi propia consciencia. Todo estaba oscuro, y no sentía nada, solo ese maldito pitido.

Había fallado.

Había abierto una brecha de un tamaño descomunal y estaba convencida: eso iba a tener consecuencias directas sobre las personas que amaba.

Nadie que hubiese estado en el campo de batalla hubiese sobrevivido a tal explosión, y yo, no tenía ni la más remota idea de cómo había logrado sobrevivir, aunque dudaba de si eso era el trance hacia mi muerte.

El pitido fue disminuyendo lentamente, como si se desvaneciese en la lejanía y de esa misma dirección apareció un nuevo sonido: la voz de Damon. Gritaba mi nombre, una y otra vez. Estaba viva, lo estaba, pero no podía reaccionar, no había nada en mí, un vacío enorme, un sosiego aterrador, como la calma antes del huracán, y que huracán...

Damon se estaba desgarrando la garganta, intentando que volviese en sí, pero no podía hacer nada.

No había nada a mi alrededor, todo era oscuridad, una inmensa oscuridad que cubría todo y eso era aterrador. Era el vacío. Estaba sola, completamente sola ante un mar negro, sin un atisbo de luz, sin un atisbo de esperanza.

Era como si todo el brillo del mundo se hubiese apagado, y por mucho que lo desease, no podía ver más que tinieblas. Una de mis peores pesadillas se había hecho realidad ¿acaso era ese el final, vivir eternamente presos de nuestra consciencia?

Entre esa tenebrosidad, esa opacidad negra, no había nada más que mi propio yo. Me había quedado aislada, desamparada en mi propia mente, levitando en la inmensidad del ópalo que me rodeaba, como un barco a la deriva en medio del mar, sin faro, sin luna, sin estrellas. Un barco fantasma, condenado a deambular en una noche eterna.

Sentía que estaba flotando en un lago calmado, que mi cuerpo estaba hundido y seguía haciéndolo, estaba bajando cada vez más y más. No había forma de subir a la superficie. No me faltaba el aire, no necesitaba respirar, no sentía asfixia, solo paz. Una paz perturbadora, e inquietante, la paz de los muertos...

Empecé a sentir en el pecho una leve presión que empezó a crecer. Ese peso estaba ahogándome, haciendo que tuviese que reaccionar y coger aire. No podía respirar, por mucho que lo intentaba, no podía llenar mis pulmones, no podía siquiera mover mi boca para alentarme. La presión en el pecho aumentaba, y entonces apareció...

El dolor.

Un dolor generalizado, de todos y cada uno de mis músculos, contraídos, como si todo mi cuerpo fuese un calambre. Era como estar dentro de una prensa hidráulica, sintiendo como me estaban rompiendo, me aplastaban.

Intenté inspirar con fuerza, y lo conseguí, pero no podía exhalar, no podía soltar el poco aire que había cogido y aumentó el tormento en mi tórax, sintiendo como tras una punzada, iba a reventarme el corazón.

Los nervios de mi cuello estaban tensionados y mis brazos engarrotados, como si en el mínimo movimiento fueran a romperse todos mis tendones y ligamientos.

Quise gritar, pero era imposible. Necesitaba respirar, soltar el poco aire que tenía y recuperar el aliento. Librarme de ese dolor, de esa tensión que estaba soportando mi cuerpo. Necesitaba retomar el control, o terminar de morir, pero no podía aguantar en ese estado. Quería descansar de una vez, quería terminar con todo, terminar con tanto dolor.

—¡Eirel! ¡Eirel abre los ojos! —chilló Damon.

Mi cuerpo empezó a sacudirse de forma brusca, como si estuviesen reanimándome y el dolor cambió de tipología. Era más agudo en ciertos puntos de mi cuerpo, sobre todo en mis pulmones y mi pecho.

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora