43. Zalir

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Nos fundimos en la magia de un portal. El sonido de algunas armas, la habladuría de algunos solados llegó a mí antes de ver lo que me esperaba...

Ese maldito patio de armas. Tan distinto al que recordaba, y, aun así, supe reconocer el lugar exacto en el que cayó Arbenet muerta sobre él. Se me encogió el corazón de dolor, y me sostuve el pecho en un reflejo por apaciguar ese pinchazo.

Escuché perfectamente mi grito, ese que hizo temblar el suelo del mundo, que detuvo ríos, que frenó las olas, ese que paralizó al mundo por un segundo, al igual que se había parado mi corazón. Cerré mis ojos en una mueca de sufrimiento cuando la mano de Damon apretó la mía, con fuerza, sosteniéndola entre nosotros.

—No pienses en ello, Eirel. Mira a tu alrededor, no es el mismo lugar. Este es tu castillo ahora, tu palacio, todo aquello que desees que sea, lo será. Si quieres levantaré una estatua en ese lugar en honor al Dragón que te crió, haré lo que sea con tal de borrar ese horror de tu mente.

Negué, devolviendo la mirada a ese sitio. Dejé la mano de Damon para acercarme lentamente. Podía verla, aun podía ver esa mancha de sangre en el suelo, ahora pavimentado, seco, nuevo...

Algunos guardias del lugar, soldados, todos ellos vestidos con armaduras negras, duras, fuertes, me miraban con sus variados tipos de ojos. Algunos reptilianos, otros similares a los míos, otros similares a arañas...

Todos ellos veían ante ellos un ente poderoso andando por ese patio de armas, alguien temible que había derrumbado su mundo para que su nuevo Rey volviera a levantarlo.

Nada estaba más lejos de la realidad...

Arrastrando las botas sobre ese pavimento no había nada de poderoso en mí. Era esa niña de nuevo, esa niña que había perdido a su segunda madre en ese maldito lugar, desgarrada de dolor, sola, vacía y hueca.

Llegué al punto exacto y levanté mis ojos sobre las torres, el lugar en el que la había visto volar por última vez. Algo terminó de romperse en mi interior. Culpable.

Las rodillas se me aflojaron y me dejé caer sobre ese lugar tan rota que pensé que jamás volverían a juntarse mis piezas. Damon se acercó corriendo hacia mí. Tiró ligeramente del brazo que tenía sobre mi pecho mientras lloraba en silencio, ahogando pequeños gritos, reprimiendo mis ganas de chillar de nuevo. No la había llorado, no como ella merecía que lo hiciera, no como necesitaba hacerlo.

Arbenet... Mi Arbenet... Mi amor... Yo aún sentía el tacto de sus escamas sobre los dedos, aún conservaba esa sensación de latidos detenidos al levantar el vuelo junto a ella... Olía la ceniza de su aliento, escuchaba su voz... «Mi niña». Sollocé con fuerza, hecha un ovillo. Solo necesitaba un abrazo... Acunarme, y alguien que me dijera que no pasaba nada, pero... Damon cogió mi brazo en un intento de levantarme y dijo:

—No hagas esto delante de los soldados. No te muestres débil de esta forma.

Una ira desenfrenada rompió mis ataduras ¿Débil? ¿Así me veía por llorar a alguien que me importaba de ese modo? Unos pasos frenaron el fuego que empezaba a quemar mi interior, apaciguándolo, cuando escuché la voz de Robert:

—Déjala llorar. Si no quieres que la vean, sácalos los ojos a tus guardias. Si no quieres que hablen de ello, córtalos la lengua. Si no quieres que la escuchen sollozar, reviéntalos los tímpanos con tu poder, pero a ella... A ella déjala llorar...

Levanté los ojos hacia el pelirrojo, que estaba acercándose. Se agachó a la altura de mis ojos y me levantó el mentón. Besó mis lagrimas con ternura y me meció entre sus brazos.

Me aferré a la camisa de seda negra que llevaba el joven demonio. Hundí mi cabeza en su pecho, dejándome acariciar el cabello por sus largos y finos dedos. Olía a madera de pino, a hogar...

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora