62. Cecaelia

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Nuestros pasos se detuvieron frente a la última choza, de madera oscura, vieja, raída por los años, la sal y la intemperie. La mano de nuestro acompañante rozó la puerta que se abrió en un quejido lento, poseído por un alma que gemía de dolor.

Se me estremecieron los huesos. Desde el interior nos golpeó el hedor a mariscos podridos, reprimí el espasmo de mi estomago que luchaba por devolver lo poco que había comido a mediodía. El hombre se fue a grandes zancadas, volviendo a su barca, dejándonos frente a ese lugar.

Eathan se aventuró primero, la mano sobre la empuñadura, entrando en guardia. Había un ente ahí dentro que no era muy natural, emanaba un poder profundo, algo antiguo, dormido.

—Detente mortal —dijo una voz vieja, ahogada, ronca y femenina, suponía.

El pie de Eathan se detuvo al crujir la tabla de madera. La voz volvió a sonar desde el interior:

—Tú, inmortal, acércate.

Sentí un tirón sobre mi propio cuerpo, como si me hubiesen atado, y avancé un paso. Otro. Otro. Adelanté a Eathan. La oscuridad de la estancia me engulló. Traté de despertar mi poder, pero, estaba envuelta, envuelta en algo denso que no me dejaba mover en mi interior

—Inmortal... Diosa inmortal... —Una aspiración lenta hacia mí, como si oliera mi cuerpo—. Poder eterno...

La madera crujió ante mí. Las respiraciones en mi pecho se hicieron más anchas, más lentas, más pesadas. Buscando absorber oxigeno de forma desesperada ante lo que se acercaba a mí, que fuese lo que fuese iba a robarme el aliento. El olor podrido golpeó mi rostro, embridó mis pulmones.

Un par de ojos, negros, completamente negros, como dos pozos, dos abismos, aparecieron ante mí. Algo acarició mi mentón, no eran dedos, no era una mano. Bajé mi mirada, ventosas, tentáculos. Engullí con dificultad.

—Aléjese de ella, monstruo —la voz de Eathan retumbó detrás de mí.

En un segundo un golpe contra el suelo, dos. Intenté girar mi cuello, mis dos compañeros yacían en el pavimento. Le devolví una mirada a ese ente. Una sonrisa cínica y llena de dientes sucios, negros y rotos apareció frente a mi boca.

Respiré hondo, tiré de mi poder, desbocándolo, dejando de contenerlo para librarme de ese ser. La luz empezó a salir de mis manos, mis ojos brillantes se reflejaron sobre los de esa criatura. Y como si de cadenas rotas de tratasen, las ataduras de ese ser cayeron a ambos lados de mi mente. Di un paso hacia ella. Otro. Otro y ladeé mi cabeza, de forma amenazante.

—Déjate de juegos —susurré amenazante—. Haz que despierten mis compañeros.

Una orden seca, firme. La criatura obedeció al sentir como su poder se desvanecía. Se retiró hasta la oscuridad. Me giré lentamente, observando como Eathan recobraba el aliento al igual que Leiko. Me acerqué a mi amigo, lo cogí por el brazo y lo levanté

—¿Estás bien? —pregunté. Afirmó y miró de nuevo en el interior de la cabaña.

—¿Qué demonios es eso?

—Algo tan antiguo que ni un Demonio va a poder responderte esa pregunta....

La voz de esa mujer volvió a resonar. Prendí un fuego en mi mano y me acerqué. Retrocedió rápidamente. Asustada con un chillido infernal que nos destrozó los tímpanos.

—¡Apágalo!

Lo poco que alumbré fue suficiente para obligarnos a retroceder. Unas manos verdosas, pálidas, frías. Unas manos de dedos largos y rechonchos. Un cuerpo abultado, desnudo de la mitad superior del torso, con sus senos grandes, flácidos sobre su abdomen.

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora