33. Soledad

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Salí al palco del Concejo de Ancianos. Inspiré aire en esa ciudad, Vilangiack, esa preciosa metrópolis llena de vida, llena y repleta de secretos de inigualable belleza.

Me fui avenida arriba, guiada por la necesidad de volver a intentarlo. Necesitaba ver a Kayen. Habían pasado demasiados días desde que no había vuelto a verlo. Edward me mantenía informada con una simple palabra "Nada". Siempre que preguntaba por él esa maldita palabreja afloraba. No había signos de mejora alguna...

Entré en la Prisión, dejé todas mis pertenencias y seguí al guardia hasta la última celda. Hasta el fondo de ese abismo de desolación y soledad. No sabíamos si Kayen sentía o percibía su alrededor, pero, de hacerlo, estar encerrado en ese lugar debía ser un suplicio.

El guardia me dejó sola con mi amigo. Él estaba tumbado en la cama, perfectamente colocado para parecer una estatua. Abatí mis hombros y me llevé una silla al borde de ese colchón. Lo observé por unos minutos, esperando que me mirase, pero ni eso. Kayen seguía con sus ojos posados en el techo, como si yo fuera un simple fantasma invisible a su lado.

Intenté tocarlo, ponerle una mano sobre la suya, de nuevo huyó de mi tacto. Pero no me di por vencida, jamás lo haría. Me relajé en esa silla y empecé a hablar de banalidades. De tonterías varias que merecían ser recordadas, anécdotas de esos meses separados.

Le conté lo ocurrido en el Reino Mahö, las trampas, Astherä y su bonita capacidad de sacarme de quicio. El harem que tenía para si misma. Las hachas queriendo triturarnos. El pasillo del horror. Se lo conté todo riéndome sola, haciendo bromas tontas, buscando ese leve tirón de comisura, ese nervio tenso por la felicidad, pero no ocurrió.

Pasé un largo rato con Kayen, rogando a Escolapio que me diera fuerza para no rendirme con él. Rezando a todos los Dioses para que lo salvasen, como fuera, pero que lo sacasen de ese trance, y de esa cárcel. No deseaba nada más.

Finalmente, el guardia vino a buscarme. Me despedí como siempre de Kayen: animándolo, hablándole, fingiendo felicidad y normalidad pese a todo lo que estaba pasando.

Y salí de ese lugar hecha harapos. Kayen no reaccionaba, y pese a tener muy claro que lograríamos de verdad salvarlo, mi corazón estaba rompiéndose por momentos.

Yo necesitaba un refugio en ese instante, así que, volví a la plaza principal, pero no me detuve. Debía hablar con ellos...

Paseé entre las tiendecitas montadas sobre maderas y carros. Las carnes y los pescados, las telas, los ropajes y las especias se amontonaban en esos puestos colocados en la plaza del mercado, ante el Consejo y el Palacio.

Me armé de valor y puse un pie en el camino que llevaba al Panteón de los Héroes.

Esa avenida de naturaleza se encontraba despejada de todo ser con el que yo hubiera podido detenerme a hablar. Agradecí la soledad de mis pasos, agradecí que pudiera estar solo conmigo, con mi yo interior.

Relajé las manos a ambos costados de mi cuerpo, balanceando mis brazos, jugando con la fina brisa que se colaba entre mis dedos. Las hierbas y las flores a los costados de la calzada bailaban con cada caricia del céfiro. A los pocos minutos encontré frente a mí la verja que custodiaba la entrada al Panteón.

Ese colosal edificio, de paredes blancas y acristaladas en su mayoría en la parte frontal, permanecía inamovible al paso de los siglos. Empujé la puerta de metal oscuro para entrar con firmeza al lugar.

Me deslicé por la pequeña escalinata de entrada y me planté en el vestíbulo de ese enorme templo del culto a la muerte. Había alguien a quien hacía tiempo que no visitaba, mi padre... Miré en dirección a la sala de los Generales y se me encogió el alma, Caín...

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora