63. Reino Selkye

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Miré a ese sireno su belleza era abrumadora, casi rabiosa. Sus cabellos hondeaban alrededor de su rostro perfecto, fundiendo sus tonos azules con los colores del fondo marino. Me tendió su mano y a gran velocidad entramos en una corriente, llevándonos a lo hondo de ese océano. Sentí que volábamos, que surcábamos el aire, pues el agua se había vuelto liviana a nuestro alrededor.

—El efecto de un beso de sirena solo dura cuarenta y ocho horas, divinidad. Asegúrese de buscar la superficie antes de que pase este tiempo, o de buscar de nuevo unos labios dispuestos a encontrar los suyos del mismo modo —Afirmé.

Lancé un sonido que salió de mi garganta, probando de hablar como él. Me fasciné al comprobar que su magia era capaz de entregarme eso.

—¿Dónde han llevado a mis amigos y porque los quiere tu reina? —Me miró de soslayo.

—Su Majestad no quiere intrusos en su reino, ni enemigo alguno. —Fruncí el ceño.

—Yo no soy enemiga vuestra —sentencié.

El joven se detuvo cerca de las ruinas de un barco hundido, en el que un par de tiburones parecían cortejarse. Con su mentón señaló el buque.

—¿No son esos restos de vuestros intentos por darnos caza para desangrarnos y arrancarnos las lágrimas? —Bajé mi mirada, maldita raza la mía. Suspiré.

—Sé cuánto daño provocan esos salvajes a los que represento, pero no soy como ellos, por favor, créeme. No te hubiese salvado la vida con mi sangre de haber sido como esas bestias. —Tomó mi mano de nuevo.

—Le llevo a Alejandría, la capital del Mare Nostrum.

Dejé caer mi mandíbula ante el asombro. Eso existía, esa leyenda que muchos juglares relataban en canciones entre borracheras en las tabernas. Al igual que existía un reino marino, un imperio mucho mayor que cualquiera de los que poseíamos los bichos que vivíamos en el exterior.

Los segundos, o minutos, u horas que surcamos ese océano fueron lo más similar a la eternidad que jamás conocí. Yo estaba a salvo, por horas, pero no me iba a ahogar. Eathan no. Leiko, tenía sus trucos, y perderla, sinceramente, a ratos parecía un alivio.

La sal no me quemaba las fosas nasales, ni me ardía los ojos. Los pulmones no se sentían oprimidos, ni me sentía pesada en mi cuerpo.

Llegamos al borde de una fosa, y descendimos. La poca luz que teníamos terminó de desvanecerse y se perdió sobre nosotros, el abismo de oscuridad se abría mientras bajábamos.

Atravesamos una barrera, una niebla densa, como si fuera un fondo marino de arena. Mis ojos se estremecieron al otro lado cuando las luces de Alejandría me acribillaron con sus brillos las pupilas dilatadas. Me llevé la mano sobre mi rostro y ahogué un quejido. Miré al ser que me acompañaba, seguía nadando a gran velocidad.

La punzada sobre mis sienes por la luz fue reduciéndose, y finalmente, pude ver lo que se rebelaba ante mí. Alejandría. La ciudad eterna, la ciudad de los mares, la capital del Reino Selkye.

Si Reguina era abrumadora, encantadora y brillante, esa colosal metrópoli, se burlaba de ella. Tenía una estructura radial, era un círculo perfecto, diez cercos concéntricos la formaban. Cada uno de ellos separaba un barrio de otro, separaba distintos tipos de seres.

Barrios dedicados a gremios, ordenados de forma profesional, enfermiza diría. «Barrio de los saqueadores» «Barrio de los centinelas», «Barrio de las mensajeras» ... Leía los carteles que nos indicaban las posibles direcciones a tomar, sin un camino aparente a seguir cuando nos acercamos a las puertas.

Los edificios, de una o dos plantas. Los corales, moluscos, pulpos, peces, y animales marinos en general, decoraban sus paredes como pinturas vivas, en movimiento. Las construcciones estaban hechas de bloques de arenisca, eran claras, beige en su mayoría.

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora