37. Rocola

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Se escuchó un estruendo. Abandoné el lugar corriendo. Esos dos estaban golpeándose contra las estalagmitas que subían como columnas de alabastro. Esas construcciones preciosas de la naturaleza apenas podían soportar el peso de los cuerpos de esos dos tipos dándose de golpes hasta en el alma.

Manü era más hábil de lo que aparentaba. Usaba constantemente sustancias metidas en frascos explosivos, marañas que mantenían a Eathan cegado por instantes. No debíamos derramar sangre...

Otro golpe, aún más fuerte que el primero y una columna de esos minerales claros se resquebrajo cuando Eathan levantó una estaca de roca contra Manü. Este la esquivó con rapidez, corrió sobre ella y pateó la mandíbula a mi amigo. Debía intervenir. Avancé un paso hacia ellos cuando el aliento fétido de Döty removió mis mechones.

—¡Por las cabezas de la Osa! ¡Ojalá te mate! ¡Cabra desquiciada! ¡Maldito bastardo! ¡Te dije que los quería quietos!

La mano de la señora se cerró sobre mi hombro, atrapándome. Levanté mis manos, rindiéndome antes de empezar otra guerra.

—Manü le tiró encima una planta y mi amigo se está cobrando la vuelta.

—No es necesario que excuses a tu amigo, por mí como si lo mata —replicó ella—. ¡Basta! ¡Par de machos castrados! ¡Dais más pena que un perro muerto! ¡Esto es un espectáculo bochornoso! —Sus gritos sacaron de las casas a los vecinos que había en esa calle.

Me giré hacia esa avenida, revisando los seres que asomaban sus cabezas por ventanas y puertas en esas casitas hechas de roca rojiza y pocas maderas. Cubículos, casi idénticos en forma y cualidades. Había enanos, gnomos, ogros, faunos... Razas que el Balakän apenas veía, y que tenía como esclavos en sus minas y en sus guerras.

Había familias de esos seres viviendo en esa ciudad, Rocola, bajo metros de tierra. Protegidos del mundo exterior en el que los Eldas, mi raza, los torturaban y mataban por deporte. La ciudad era mucho más inmensa de lo que aparentaba en un primer momento. Esa era una de sus múltiples calles, pero habría más, muchas más. Se escuchaban jolgorios, música variada y en el ambiente había diversos olores, de comidas, de fraguas, de carbón y hollín.

—¡Si me meto en medio de esta pelea ambos acabareis muertos! —voceó Döty.

Moví mis manos con lentitud recordando ese librito diminuto que mi padre me dejó una vez, recordando los conjuros de los Guardianes de Escolapio, uno en particular que apenas había usado, pero que me sería útil. Un bloqueo, al igual que el de las puertas, sobre un cuerpo. Extendí ambas manos adelante en una ráfaga de mi poder y detuve al acto los dos hombres. Quedaron paralizados.

—Buen truco, muchacha —dijo la ogra con complacencia.

—Siempre había querido hacer algo así —confesé con una sonrisa. Nos acercamos a ellos.

—Eres imbécil —sentenció la ogra dándole una colleja al fauno—. Ahora los vas a pagar la cena, por tocarlos los huevos.

Les solté a los dos. Eathan me reprendió con una mirada, yo me encogí de hombros. Era lo justo hacerlo de ese modo. Nuestros dos captores se transformaron en nuestros anfitriones. Empezamos a andar por las calles de esa ciudad siguiendo los pasos de una ogra y un fauno.

—Iremos a una taberna, allí podréis comer algo. Mañana os recibirán, así que debemos trataros con un mínimo decoro y os pedimos disculpas por lo que ha hecho este gilipollas. —Döty golpeó la espalda a su compañero.

—He adelantado trabajo de nuestra investigación.

—Debí dejar que te matase el chaval, solo sabes cagar y dar dolor de cabeza. Si no te limpias pronto mataras a las moscas con tu hedor ¡Asqueroso!

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora