48. Grandes Demonios

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La oscuridad se cernió en un baño de sombra que corría por los cristales, por encima de los presentes, robando el aliento a todos aquellos que fueran capaces de seguir respirando.

Un leve tirón y yo di el mismo paso que él, sobre ese pavimento brillante, lucido y dorado. Una luz, una aurora brillante, devoró esa oscuridad cuando solté la correa, cuando dejé que mi poder se abriese como un abanico de luz y destello.

El poder de Damon, oscuro, humoso, se retiró de la mitad de ese lugar, como si ambos hubiésemos dividido esa estancia. A mi lado, la luz, la calidez, cegaba a los asistentes, a la parte de Damon, la sombra tapiaba las ventanas, robando los brillos.

Ahí estábamos ambos, un Gran Demonio y una Diosa: La oscuridad y la luz, aunque jamás supe cual éramos cada uno.

Damon guardaba brillos en su interior mucho más bellos de los que yo podría haber atesorado, bajo capas y capas de dolor.

Mi poder no estaba desatado del todo, porque si lo hacía, sabía que Damon perdería el suyo a mi favor. La oscuridad remetió de golpe cuando llegamos cerca del trono. Miré a Damon y él me dejó el brazo. Replegué el poder en mi pecho de nuevo, apresándolo como quien cierra una maleta demasiado llena, casi con dolor. Giramos hacia nuestras espaldas y esperamos de forma solemne a los pies de la tarima.

Ambos teníamos los ojos puestos en lo que había frente a nosotros. Belfegör y Robert recorrieron los metros y metros de alfombra a paso lento, mientras el mundo los observaba, los concedía ese minuto de gloria, de reconocimiento por lo que habían logrado junto a Damon y a mí: vencer a Axel.

Se postraron ante nosotros con una reverencia, dejando sus cuerpos conectados al suelo con una rodilla, llevándose su mano derecha sobre el corazón. La sala entera hizo lo mismo. Cientos de seres de miles de formas y miles de rostros hicieron la genuflexión ante sus reyes.

Un escalofrío sacudió mis hombros, erizando hasta la última célula de mi cuerpo. Robert levantó su mirada hacia mis ojos, cruzando los bosques que encerraban nuestros iris, y sonrió como solo él sabía hacerlo, tranquilizándome.

Damon con ambas manos rozó los hombros de sus amigos. Se levantaron de golpe. Cruzaron miradas cómplices entre ellos. Mi demonio se giró ligeramente sobre sus rodillas y me animó con su mano a acercarme. Me temblaban las rotulas, los tobillos, la columna, todo. Me acerqué a ellos y busqué la mano de mi rey para sentirme a salvo. Belfegör preguntó a Damon con una mirada cómplice:

—¿Los dejamos postrados un ratito más?

—Es tentador... —respondió el monarca—. Pero seré bueno, por hoy —agregó eso último con una promesa en su tono y una sonrisa cínica.

—Te dije que gobernarías algún día, lechuza —murmuró el General sobre el oído del Rey.

Hubo una tensión peculiar en la mandíbula de Damon. Una sonrisa tierna por un segundo, una mueca nostálgica hacia ese tipo. Había complicidad y fraternidad a niveles que yo jamás llegaría a comprender. Camaradería infinita. Dos palmadas de General y el vulgo recuperaron la postura.

Robert vestía una casaca como Damon, oscura, sin muchos detalles sobre ella más que un broche dorado con el símbolo del lobo aullando, el escudo de Save. Su pelo, recogido, su barba, fina y cuidada. Se quedó a mi lado, como si intentase cubrirme de las miradas lascivas que podrían haberme lanzado. Agradecí ese gesto tan simple como valioso.

Un hombre mayor, al que le faltaba un ojo, el cabello y algunos dientes se acercó cojeando hasta nosotros de forma solemne... Los labios de ese señor encontraron los de Damon dándole un beso en la boca.

Di un paso atrás de forma instintiva, temiendo ser la siguiente. Robert ahogó media sonrisa al percatarse de mi movimiento y estuve por patearlo.

Su ojo negro se posó sobre los míos con avidez, luego sobre Damon, que se secaba la boca con sutiles movimientos, frotando su nariz, asqueado.

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora