4. Inyección

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Mi Rey se fue dejando la puerta cerrada. Damon conjuró un bloqueo para que nadie pudiese entrar en la habitación. Acercó la silla a la cama, dejó la jeringuilla sobre la mesita de nuevo y me cogió la mano.

Sentí un calor reconfortante, era como si él estuviese quitándome una pequeña parte del dolor. Puso mi mano entre las suyas y me dio un beso, luego apoyó la frente sobre ella.

—Sé que puedes escuchar todo lo que digo, y sé el dolor que estás soportando. Voy a intentar ayudarte con esto, es lo único que se me ocurrió.

Miró la jeringuilla, abatido. Se acercó a mi cara y apoyó su mentón en mi almohada, observándome de cerca, susurrándome al oído:

—Se valiente una vez más, ahora solo puedes ir hacia arriba, maldita Elda arrogante...

Acarició mi mejilla con sus dedos. Suspiró rendido. Cogió la jeringuilla y la sostuvo por unos instantes entre sus dedos, estaba dudando. En ese momento eso era mi única opción, esa inyección.

Damon era un genio de la ciencia y la alquimia, había sintetizado mi poder, prácticamente el poder de un dios, en un simple tubo de ensayo. La idea era prometedora, era como hacerme una transfusión de mi propio poder, era una forma de ayudar a mi cuerpo a recuperar su fuerza.

Cogió mi brazo y acarició la cara interior de mi codo, buscando mis venas, para poder inyectarme ese suero. Contuvo la respiración un segundo. Introdujo la aguja bajo mi piel. El pinchazo me recorrió todo el brazo, durmiéndome incluso los músculos de medio torso. El espasmo hizo que mi cuerpo entero se contrajera, y sentí como si mi piel se rasgase a cada centímetro.

El líquido que introdujo Damon por mi cuerpo empezó a correr por mis venas, y entonces, supe que el pinchazo era lo mínimo que iba a sufrir. Sentí perfectamente como el suero recorría mi cuerpo, porque era como si un torrente de lava hirviendo pasase por todas y cada una de mis venas y arterias.

Estaba al borde del desmayo, los espasmos eran insoportables, mis músculos se atrofiaban, como si fueran papeles arrugados. Mis tendones y ligamientos tiraban, como si fueran a romperse en cualquier momento, como esa cuerda que estalla por la tensión. Mi cuello, mi espalda, todos mis huesos estaban temblando. Era un infierno que se hizo eterno.

Respiraba agitada, y cada vez que inflaba mis pulmones y quería gritar, sentía que miles de agujas se clavaban en mi pecho. Era como tener un maldito monte sobre mi caja torácica, sentía que iba a estallarme el pecho en cualquier momento.

Cuando, de repente, en uno de mis intentos de gritar, mis cuerdas bocales pronunciaron un leve sonido, como un grito ahogado, un gruñido. Damon me cogió con fuerza la mano.

—Aguanta. Pronto va a hacerte efecto, si ahora duele es porque te estas curando a ti misma.

Acarició mi pelo y me dio un beso en la frente. Rebufé sintiendo como mis pulmones se rompían. No podía, no podía soportar tanto dolor de ese modo. Necesitaba gritar, desfogarme, hacer algo, mover mi cuerpo. Necesitaba retortijarme de agonía, abrazar mi propia piel y gritar de dolor, vaciar mi alma a gritos y berridos para aminorar el sufrimiento.

La agonía era insoportable, como si me estuviesen apuñalando una y otra vez, como si no quedase un solo punto de mi cuerpo sobre el que no sintiera pinchazos agudos, y a eso, había que añadirle mi incapacidad para moverme, para hablar.

Damon colocó su mano sobre mi pecho, sentí un calor agradable, y tras unos instantes el dolor disminuyo. Él gimió con fuerza, estaba intentando contener mi dolor. En ese momento pude coger aire de verdad, pude dar mi primera bocanada, llenar mis pulmones, sentir que por primera vez podía respirar de verdad, no tanto como desearía, pero lo suficiente como para calmarme.

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora