55. Castigo

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Yarel se acercó a la barandilla, observando la plaza, yo me puse a su lado. Ese lugar volvía a estar lleno de humo, de ceniza, de gritos... Mi mente me traicionó devolviéndome a esa pesadilla de forma momentánea. Devolviéndome a ese mismo palco, a ese día de mi cumpleaños, a ese estallido. Sacudí mi cabeza.

El Rey aferró sus manos a la balaustrada del palco, sujetándose contra ella como si eso fuese lo único que lo impidiera derrumbarse de dolor. Busqué su mano, mientras analizaba en mi mente la mejor forma de acabar con eso.

—Escolapio me está castigando por mis errores y por los de mis ancestros... —murmuró Yarel. Negué repetidamente.

—Esto no es culpa tuya, los radicalismos existen en cualquier sitio. Tú eres buen rey, no te rindas. Solucionaremos esto, juntos. —Puse un pie sobre la barandilla y me erguí sobre ella.

Extendí la mano derecha sobre esa plaza, sintiendo cada uno de los fuegos en mis entrañas. Me concentré en esas llamas altas, violentas y ardientes. Las apacigüé, las reduje a brasas, a carbones fríos.

Los tendones de mis manos se entumecían por la fuerza que estaba haciendo, por los movimientos de mis dedos, duros como mármol, temblorosos. El humo se levantó por un torbellino de aire con el que Yarel había barrido el ambiente.

El agua de la fuente estalló en una oleada desde el centro hasta el cielo, la levanté y la dejé precipitarse en una lluvia sobre los presentes. Un par de giros de muñeca, rígidos y fuertes, y engullí todo resto de explosivo con la tierra, abriendo los adoquines como si arena de playa se tratasen.

Sentí los tejidos de mis manos romperse por un segundo.

El agua que calaba los huesos de los presentes se enfrió con una orden leve, con solo pensarlo, convirtiéndose en pesado hielo, en nieve posada sobre esos cuerpos sudados, provocándolos hipotermias con la única intención de hacerlos correr hasta sus casas a buscar cobijo.

Vilangiack enmudeció y las miradas se volvieron hacia mí. Entonces sentí de verdad la sensación de infundir terror, de transformarme en un monstruo de leyendas contadas en voces bajas alrededor de hogueras.

—¡Demonio! —gritó un hombre desde el fondo.

—¡Bruja! —bramó una mujer. Un sonido repetido en eco por toda la plaza.

El miedo se apoderó de mí, un miedo que hacía tanto tiempo que no sentía... El miedo de sentirme débil, de no hacer nada bien, de ser vulnerable. Un pánico me inundó por completo, rompiéndome la columna con un escalofrío. Era una inútil.

No había tenido el efecto que quería, seguían ahí, con sus cuerpos fríos, pero estoicos. Solo quería que se fueran, que abandonasen ese maldito lugar todos, lo rogué, rogué que se desvanecieran.

Con el latido del miedo en mis sienes y el de mi corazón contra mis costillas, recé por un milagro, por una mano sobre mi hombro para apaciguar esas bestias.

Un manto de oscuridad inundó el lugar.

La sombra lo cubrió todo a su paso, las luces de las ventanas, las farolas que quedaban de pie, y las luces del castillo desaparecieron ante ella. El olor del jazmín me llegó desde algún punto de los tejados de enfrente. Ese poder, esa presión sobre mi pecho... Lo busqué con mis ojos aguosos, entre las tinieblas.

El vulgo empezó a correr en todas direcciones, en gritos de terror, en sonidos ahogados, buscando la salida de esa cárcel oscura. De esa niebla densa, negra, que cubría todo a su paso. Sostuve mi respiración mientras observaba esa cortina corriéndose sobre las gentes de la plaza.

—Considéralo un regalo por querer mantener la Alianza, Majestad.

La voz de Belfegör resonó sobre el hombro de Yarel. Me giré y lo encontré de brazos cruzados detrás de mí. Me ofreció su mano para ayudarme a bajar de ese altillo. Agradecí su tacto, y me aferré a él. Nuestro General siguió:

ERALGIA III, La AlianzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora