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Las mañanas eran la tregua de la guerra que batallaba.

Se levantaba casi siempre de buen humor porque era el único momento del día dónde no se acordaba de qué le pasaba.

Se revolvía hasta encontrarme y luego intentaba besar mis labios para creerse que estaba allí conmigo. Yo tocaba su cara y sentía el musgo de la tierra entre sus carnes. Y en sus ojos vivía anidada una pena que se encendía cuando preparaba un desayuno que nunca se comía.

Yo me acababa sus restos para que no viese sobras en el plato, y cuando agarraba sus tostadas casi enteras para terminarlas por ella, giraba su cara y se iba hacia el espacio el tiempo que sentía que yo necesitaba para acabar la comida por ella.

Luego se levantaba, recogía los platos y miraba orgullosa el suyo. Estaba vacío y sentía que así lo había dejado ella. Yo terminaba los últimos sorbos de café pensando que comerme su comida era comérmela a ella y entonces caía en la cuenta de que ella me había comido a mí hasta dejar restos de huesos que alguien desenterraría más tarde.

Acompañarla a morirse poco a poco era ya una costumbre. El olor a vómito ahora se había quedado también en su casa, en sus paredes, en la cama donde nuestros cuerpos descansaban las noches que ella así lo quería.

La señora sin piernas que pedía en la puerta siempre nos presentaba en escena cuando antes de entrar se interponía entre nosotras pidiendo monedas. Como si ella fuera la telonera de nuestra tragedia mal contada. Y los pájaros restantes que quedaban de aquella batalla por habitar una rama, al vernos nos aplaudían porque un día menos era un día más de vida.

Se sentaba y me miraba, después del pinchazo hablaba de algún tema trivial sobre el color de las cortinas, cómo le gustaría cambiar el sofá de sitio o si tal vez cuándo todo pasase debía hacer reforma para poner una piscina de obra dentro de su patio.

Yo asentía a todo y le ofrecía mi ayuda como su lacayo más fiel. Lo que realmente era.

Después, vomitaba lo que quedaba de día mientras se apartaba con sus manos los restos de sudor. Comenzaba a llegar el verano y aunque le recomendaron que no tuviese cambios bruscos de temperatura, era capaz de quitarse toda la ropa en menos de diez segundos y quedarse hecha un ovillo de carne sobre el sofá.

Yo miraba sus piernas de madre, sus pechos de luna, sus plantas de tierra. Y me guardaba la imagen por si algún día la única forma que tenía de verla era en mi memoria.

Ella caía en que yo estaba allí cuando notaba el silencio, y me miraba y me tendía sus palmas queriendo que yo las agarrase. Después, nos acurrucábamos y buscaba su olor a lilas por su cuerpo, hacía meses que no lo encontraba.

-Estás muy delgada- soltaba porque sabía que la única vez en el día que comía era en el desayuno

Yo negaba y cambiaba de tema antes de que aquel comentario se convirtiese en reproche. Ella aceptaba la tregua porque sabía que no estaba en condiciones de exigir nada. Y me daba pena pensar que a veces sentía que me estaba muriendo con ella.

Según lo que me contaba cuando iba al médico, todo iba bien. Ya quedaban pocas sesiones y aquel purgatorio terminaría.

Siempre la esperaba a que llegase junto a su hermana. Ella hacía una especie de ritual en el que se dirigía a cada una de nosotras por separado pero nunca hacía preguntas en las que tuviésemos que interactuar, supongo que era su forma de no hacernos sentir mal.

Aquella mañana ella leía una revista que compró días antes sobre ciencia. Nunca le habían gustado los temas de ciencias hasta que enfermó. Y supongo que ella sola fue consciente de que más que rezarle al Dios en el que tan fervientemente había creído, debía rezarle a la ciencia. Le gustaba estar al día y leía cosas que incluso sé que no entendía.

OficuoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora