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Se hizo un silencio enorme en mi cabeza a raíz de ese episodio. Continué a su lado y ella al mío, seguía agarrando su mano en las terapias y besando su boca en las noches. Ella seguía mirándome con culpa cada vez que algo de ropa bailaba en mi cuerpo. Pero en el fondo, ya más que pena, lo que ella me daba era miedo.
Accedió días después a contarle a su hermana lo que le había pasado, ella restó importancia sabiendo que yo era una espectadora en esa conversación, pero luego agarró su móvil y no lo soltó mientras tecleaba con agonía el resto de la noche que decidió pasar a nuestro lado. Cuando  se fue, después de despedirse de Cristina, agarró mis hombros con un cariño verdadero y posó dos besos prolongados en mis mejillas. Ahora creo saber que lo que ella sentía por mí nunca fue agrado, más bien sentía pena, pena por ser yo la que amase a esa Cristina ya rota y descompuesta tantas veces.
Y supongo que tal vez, si de verdad yo le agradase, le hubiera gustado ver a esa Cristina de antes, la de las fotos, a mi lado y no al lado de otro u otra. Siendo feliz y equivocada, como así creía ella.

Me pidió ir a la playa. Yo había terminado mi penúltimo año de carrera y era la primera vez desde que estaba en la universidad que no tenía que estudiar en verano.
La miré aquella tarde con esos ojos desmayados, con la piel de un pollo muerto apunto de cocerse en una olla. Y accedí.
Así que al día siguiente estaba conduciendo su coche rumbo a la costa. Desayunamos en silencio, yo las dos tostadas que ella preparaba para ambas y ella un café muerto y frío al que llevaba horas dándole vueltas.
Al llegar soltó sus maletas en la habitación de un hotel improvisado que pudimos encontrar dos días antes y luego se colocó el bañador y me suplicó irnos a nadar.
Pasamos por un comercio cercano y compramos una nevera que acabaría rota horas más tarde y cerveza fría. Ninguna de las dos propuso comprar nada de comida.
Colocamos la sombrilla antigua que ella tenía en su casa escondida en una habitación a modo de trastero, luego tiramos las toallas alrededor de la nevera y saqué dos cervezas que casi que bebimos cada una de dos tragos.

-Estás muy callada últimamente- dijo cuando se percató de que había terminado de fumar y de beber y no le dirigía la palabra

Caí en ella, en ella de verdad y no en el impostor con el que pensaba que a veces vivía. La miré y sonreí pero sé que no le bastó

-¿Está todo bien? ¿Te pasa algo?- preguntó ansiosa

Negué y sonreí intentando calmarle esos nervios, estábamos allí, en una playa de un pueblo con un censo de habitantes minúsculo. No. No podía pasarme nada allí, no para ella

-Estoy cansada del viaje- Yo era muy buena mentirosa siempre pero solo cuando de verdad quería mentirle a alguien

-¿Segura que aquella noche no te hice nada?-

Aquellas palabras me cortaron la garganta por la mitad. Ella me había hecho muchas cosas y otras muchas me las había hecho yo en su nombre. Pero todas las heridas que yo llevaba en mi cuerpo no se podían ver con los ojos

-Me dijiste que me ibas a dejar toda tu herencia ¿no te acuerdas?-

Chocó molesta su muslo contra el mío, ambas estábamos tumbadas juntas

-Évora ¿por qué estás tan distante?-

-Porque tengo miedo- dije sin más y sin un hueco donde meterme como la rata que a veces yo era

No respondió. Y se que no lo hizo porque no necesitaba preguntarme a qué le tenía miedo. Ella sabía mejor que yo todo lo que podía rondar mi cabeza. Ella me había visto consumirme de dolor junto a ella, agonizar de inapetencia frente a sus maravillosos platos de comida. Ella había sentido mis arcadas de miedo cuando no la conocía. Así que no, no tenía que preguntarme qué pasaba para saberlo.

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