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Aquel Jueves nos fuimos a casa de Alejandro, otro de nuestros amigos. Tenía una casa cerca de la playa y aunque el tiempo no acompañaba en demasía, nos apetecía disfrutar de cinco días de excesos innecesarios.

Jose, Laura y Adri vinieron en mi coche, el camino lo pasamos peleando por la canción que nos tocaba poner y gritando a todo pulmón los estribillos. Mi móvil era el encargado de reproducir las canciones y aunque les tenía dicho que si sonaba tenían que dármelo de inmediato, se lo pasaban de uno a otro haciéndome caso omiso. Cuando llegó mi turno volví a poner la canción que sonó aquella tarde en el coche de Cristina, no paré de escucharla desde nuestro encuentro y aunque a ninguno le gustó yo sentí como mi cuerpo agradecía la melodía al máximo, cada acorde de la guitarra eran las manos de Cristina planeando por mis muslos.
Llegamos pasadas dos horas y mis piernas agradecieron el bajar del coche, la casa era grande y estaba aislada de la civilización. La parcela comprendía una enorme edificación, un trozo generoso de terreno sin cuidado alguno y una piscina limpia y llena de la que alguien extraño se ocupaba todo el año.
Solté mis dos maletas en una habitación que Laura y yo compartiríamos y cuando todos habían terminado el mismo ritual nos dirigimos al pueblo para comprar las pocas cosas que no traíamos de la ciudad.

Colocamos todas las botellas de alcohol sobre la encimera de la cocina y pensé que era demasiado para cinco días, recapitulé al instante viendo como ya abrían dos sin ni si quiera soltar el resto de bolsas.

Pasamos los días entre alcohol, comida y bailes absurdos. No me excedí en ninguna de aquellas noches pues el recuerdo de Cristina divirtiéndose por mi embriaguez me cohibía a pedir otra copa. Quedaban dos noches por delante y aquella saldríamos al pueblo a un pequeño bar de gente joven. Me vestí casi de gala obligada por Laura y su afán de ir "a la moda". Me peinó y pintó en exceso y me prestó los tacones más altos y dolorosos que tenía. Acepté a regañadientes pero me enternecía que mi amiga quisiera verme guapa.

Llegamos una hora después a aquel lugar y todos iban gritándole a Jose por su retraso, siempre era el último en terminar. Al entrar a aquel sitio la música sonaba fuerte, retumbaba en mis oídos y aunque estaba cansada de dormir poco y mal, moví mi cuerpo al ritmo. Jose y Adri me acompañaron y los demás fueron a buscar la primera ronda de copas que beberíamos. Aquel lugar daba conciertos los fines de semana y en el cartel se anunciaba que esa noche también habría.
A la cuarta ronda vi como en el pequeño y cutre escenario un hombre preparaba los micrófonos y el sistema de sonido y supuse que comenzaría pronto el concierto. Se hizo el silencio en la sala y un grupo de hombres pasados de los cuarenta se montaron en el escenario. Se presentaron con un nombre absurdo e ininteligible, aunque esto último no sé si fue por la dificultad del sustantivo o por mi de nuevo exceso de copas.
Uno de esos hombres se adelantó unos pasos en el escenario y su rostro me fue familiar al instante, comenzó a tocar la guitarra y a cantar alguna canción que yo no me sabía y para cuando llegó el segundo estribillo pude reconocerlo, era Kike.
Mi corazón se aceleró al verle y una furia recorrió mis entrañas, caminé unos pasos para verlo más de cerca y acabé en medio de un grupo que bailaba sus canciones y tarareaban la letra. Lo veía moverse por el escenario, tan feliz, contento, dedicándose a lo que le gustaba, y luego pensé en Cristina, sola en casa con su hijo, corrigiendo y preparando las clases del día siguiente, protegiendo sola el hogar y acostándose en una cama demasiado grande para una persona. Lo odié con fuerzas y entonces la melodía comenzó a sonar en mis oídos desafinada. Examiné su cuerpo, un pelo alborotado y largo, casi de la misma altura que el de Cristina pero canoso y roído por el tiempo, unas piernas altas y delgadas, una pequeña barriga a causa de la edad y unos brazos y espalda firmes y anchos. El sudor caía por su cuerpo y en su camiseta oscura se dibujaban círculos mas oscuros aún. Entonces pensé en Cristina, pasando sus finas manos por ese cuerpo, recorriendo su espalda sin pensar en las zonas de peligro, o más bien, haciendo hincapié en ellas. Esforzándose, aunque consciente de su sensualidad natural, por despertar pellizcos en todas las extremidades de aquel hombre, regalando lo más preciado de su cuerpo, regalándole su tiempo y sus ganas, sus años, su vida, su compromiso y hasta su vientre. Y un asco invadió mi garganta, quise irme de allí y terminar con aquella tortura y al intentar escabullirme entre la gente choqué con un chico que me agarró y sonrió

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