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Siempre he sido una persona que se dedica a contemplar la vida desde fuera, es decir, mira pero no ve. Solía indignarme cuando salía algo escabroso en las noticias pero no movía un dedo ni si quiera a la hora de cambiar algo que sí estaba a mi alcance. Era el narrador omnipresente que no tiene ni puta idea de nada ni sabe de lo que habla. Me escondía en mi esquina personal de prejuicios e inseguridades y ordenaba al resto acerca de lo que tenía o no tenía que hacer. Pero no. Aquella tarde, no iba a ser como todas las tardes anteriores.


La carretera secundaria soltaba un polvo anaranjado que me dificultaba la vista, mi coche temblaba debido a la gravilla del pavimento y el aire acondicionado acortada la velocidad del vehículo mientras yo pisaba el acelerador cada vez más.
Según ella cuando llamó, no había prisa ni problema, según mi criterio, llevaba siendo urgente desde hace meses.
Aparqué mal y con prisas, bajé del coche y casi por acto mecánico comprobé que estaba totalmente cerrado. Subí los pequeños escalones y llegué a una gran recepción en la que realmente no sabía ni si tenía que preguntar. Me dio absolutamente igual e intenté ser invisible y saltarme aquella parte. Nadie se dirigió a mí cuando me vio esperando a un ascensor de puertas grandes y metálicas. Yo agradecí enormemente ser tan invisible como solía ser siempre.
Llegué a la última planta, la quinta, y recorrí el pasillo a la misma velocidad a la que se iban acelerando mis pulsaciones. Me paré en seco, ahí estaba, la puerta número 20. Como si de una pesadilla se tratase, desperté cuando fui a agarrar el pomo. Me paralicé frente a la puerta y todos los minutos ganados acortando el camino y subiendo las escaleras reconocí que los perdería tanteándome a mí misma si entrar o no.
Llevé mis manos a mi cara y los rasqué cansada, no sabía si había alguien dentro, no sabía si era el mejor momento, ni si quiera sabía si el horario coincidía con las horas de visita o si en ese hospital había de eso. No sabía absolutamente nada y no me sorprendió porque siempre había sido así. Pero de nuevo mi cabeza negó, sabía lo importante, lo único que bastaba para acelerar el coche hasta casi matarme, lo único suficiente para detenerlo todo, Cristina estaba dentro.
Agarré el pomo con firmeza y toqué un par de veces la puerta. Esos segundos en absoluto silencio me hicieron pegar la oreja a la madera, del interior de la habitación no salía ningún ruido. Me asusté al pensar que una mano ajena haría que el pomo cediese y me encontrase con que ella no estaba sola, así que preferí anticiparme a mí y ser yo la artífice de aquello. Agarré con fuerza y giré hasta escuchar el "click". Se abrió ante mí un pequeño pasillo blanco impoluto. A la derecha justo al entrar había una pequeña puerta corredera, supuse que era un baño. Y desde aquel lugar vi unos  pies danzarines sobre una cama, pequeños para saber que no eran de un hombre y grandes para deducir que tampoco eran de un niño.
Caminé intentando que mis pisadas no hiciesen ruido mientras arrastraba una mano por la pared intentando robarle el tacto. Allí la vi, a cada lado de su cama había dos pequeñas mesillas llenas de grandes ramos de flores. Ella se encogió y soltó en su regazo un  libro mientras abría sus ojos ante la sorpresa.


-Évora... - dijo sorprendida

Sonreí sin saber qué decir atrapada por unos nervios malos y unas lágrimas recubiertas de la pena de verla allí. Sé que se dio cuenta de aquello cuando sus ojos copiaron la fórmula de los míos

-¿Cómo estás Cristina? - alcancé a decir con la voz rota

-Siéntate- me ordenó sin responder a mi pregunta mientras se intentaba levantar de la cama para agarrar una silla cercana

Aceleré mis zancadas y agarré la silla para evitar que se moviese. Me senté y la miré

-Más cerca- dijo mientras daba palmadas al borde de su cama

OficuoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora