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La primera vez fue una de las peores. El ambiente olía a vómito de varios días pegado a las losetas del suelo. Las paredes eran de un blanco impoluto que contrastaba con las caras amarillas de la gente que estaba allí sentada. Los pañuelos de las cabezas de las mujeres eran de colores. Y las caras eran cadáveres que parecían salir del mismo infierno de Dante. 

Entró como si  nada de aquello hubiera visto, como si fuera una extraña en ese ambiente. Dejaban entrar a un acompañante por paciente. Y paciente fue ella cuando se aguantó el pinchazo de aquella aguja asquerosa que hizo que un líquido entrase por su vena y ella se cruzase de piernas con fuerza.

Apretó los labios y miró al frente, se dejó tocar por mí pero ignoró que estaba a su lado. Pensé que de la fuerza que estaba haciendo mientras intentaba retorcer disimuladamente sus pies se le rompería un tobillo. 

Cuando todo terminó sentí que había pasado una eternidad. Que al salir de allí mi ropa estaría pasada de moda, su coche sería una reliquia y nuestro amor ya sería historia. 

No puedo decir que no vomitase porque sí lo hizo, y el color de su vómito era igual que el color de las gotas del suelo de aquella sala. Se agarró a mí como si las fuerzas se hubieran evaporado de su cuerpo y de ella salía un humo que sólo yo podía ver porque sólo yo podía sentirla como ni siquiera se sentía ella.

Nos sentamos en un banco de fuera para que no respirase aire con olor a muerte, y mientras se llevaba una mano a la frente antes de caer al suelo de otra arcada, una mujer sin piernas y vestida de negro pedía monedas en los aparcamientos mientras enseñaba un cartel que parecía que había escrito un niño de tres años. 

Las sirenas de la parte de urgencias sonaban cada diez minutos llevando a un nuevo paciente dentro de ellas. 

Apoyaba su cabeza sobre mi hombro en cada tregua que le daba su cuerpo y a veces notaba que medio sollozaba mientras se escondía más en mí. El sol empezó a levantarme un dolor de cabeza horrible y los pájaros se peleaban sobre el árbol que nos estaba dando sombra en aquel momento.

La abracé y le ofrecí la pequeña botella de agua fría que había comprado para ella. Dio un sorbo lento y luego mojó sus labios. Volvió a apoyarse mientras se limpiaba las lágrimas y los restos de bilis que colgaban de su barbilla. Entre tanto jaleo de pájaros cayeron unas hojas sobre el césped recién cortado. No pude olerlo porque a tres pasos había quince personas fumando compulsivamente mientras miraban su reloj o llamaban a alguien. 

Saqué un pañuelo del bolso y me aparté de ella, me miró como cordero degollado, como lechón muerto en una bandeja cerrada al vacío de la carnicería del barrio. 

Sequé sus labios y llevé unos mechones tras su oreja. Luego cogí otro pañuelo y lo mojé con un poco de agua fría, lo pasé por su cara con cuidado y luego por su cuello. Pareció aliviarse y medio sonrió agradeciéndome. 

-¿Mejor?- 

Asintió pero no habló y luego agarró mis manos con las suyas mientras intentaba coger todo el aire posible de forma lenta. 

Al cabo de un rato se cansó de mirar a aquella señora de medio cuerpo y me hizo una señal con la cabeza para que nos fueramos. Me levanté agradecida y adapté mis pasos a los suyos.

Cuando llevábamos medio metro recorrido de nuevo aquellos pájaros sin techo comenzaban a pelear por un trozo de rama, de entre todo el revuelo cayeron hojas que volaron inertes por el ambiente,  entre todas ellas pude ver como una pluma de algún pájaro negro caía sobre el banco dónde estábamos antes. 

Y pensé si tal vez los demás lo habían mutilado a picotazos y yacía muerto enganchado en alguna rama. 

Al entrar en su casa subió hasta la segunda planta. Se deshizo de su ropa, tiró con desprecio aquella prótesis de silicona que llevaba para fingir que aún tenía dos pechos, para sentirse mujer decía ella. 

Abrió la bañera y se metió con cuidado cuando el agua estuvo a su gusto.

La seguí y cuando vi que desaparecía entre el humo del agua decidí irme y darle su espacio.

Me senté en la cama y miré a la nada. ¿Iba a ser siempre así de sádico todo? ¿Iban a clavarle una aguja que la haría vomitar y retorcerse siempre? ¿Se iba a morir y su último tiempo en la tierra sería para agonizar envenenada? 

No. Mi Cristina no podía morirse 

-Évora- escuché su voz que me llamaba al cabo de un rato que me parecieron segundos 

Me acerqué con cautela y la miré esperándola desde la puerta 

-Ven. Entra- dijo y se incorporó para quedar frente a mí

Entré y me senté sobre el váter, se acercó nadando como una sirena que sólo quería matarme y luego estiró sus brazos hasta agarrar mis manos 

-Perdóname que haya estado así de distante. Pensaba que esto me iba a sentar mejor pero me encuentro como si me hubiera pasado un trailer por encima- 

Se me agolparon todas las lágrimas tras los ojos y todas murieron aplastadas como la gente de aquella avalancha en una fiesta que anunciaron las noticias la noche anterior. Y los cadáveres de estas yacían todos hacinados tras mis ojos de madre, al igual que aquellos cuerpos ensangrentados pegados a la salida de emergencia que las noticias retransmitieron mientras pixelaban la sangre. 

Me acerqué y la besé. Luego agarré su brazo y lo estiré hasta besar la marca que había dejado la aguja. Me deshice de la ropa y me metí con ella. Se apartó y cuando me senté se escondió en mi cuerpo cómo una mujer se agarra en la noche a cualquier otra cuando se siente perseguida por alguien. 

-¿Cómo voy a cuidar así de Guille?- dijo en voz alta aunque sé que para sí misma 

Me enternecí y me sentí una mierda porque ni tenía manera de ayudarla ni tenía palabras que la reconfortasen 

-Puedes pedirle ayuda a tu hermana- 

-¿Que me ayude a hacer de madre?- dijo y su voz se rompió y sonó como la caída de un vaso a media noche 

-Que te ayude cuando estés peor. No siempre vas a estar así Cristina- agarré su frente y la traje hacia mí hasta que noté su espalda pegada a mi pecho 

-Quiero dejar de sentirme así. No sabes lo que es esto- 

-No lo sé- hice una pausa porque otra vez sentí la avalancha en mis ojos- pero puedo ayudarte a que lo sientas menos- 

-Ya me ayudas con estar aquí Évora-

-Yo puedo recoger a Guille si lo necesitas. Y si en algún momento te sientes mal y no quieres estar sola yo puedo quedarme hasta que os vayais a dormir. Puedes decirle que soy tu alumna, realmente, no le estarías mintiendo ¿no?- sonreí y vi que me miraba como si mis palabras la estuvieran convenciendo- además, si en las noches te pasa algo, puedes llamarme y yo vengo. No estás sola Cristina, tienes a mucha gente que te va a acompañar en esto- 

-Sólo te quiero a ti acompañándome en esto. Así que tenerlo todo se resume en que estés aquí metida en la bañera- 

Y esas palabras disiparon el dolor de cabeza y el olor a vómito que llevaba metido en la nariz desde por la mañana

La agarré y besé su cabeza. Acaricié sus piernas y me paré en su cicatriz. Se tensó pero se dejó tocar por mí 

-Ya te dije una vez que incluso cortada por la mitad serías mucho más mujer que algunas- 

Sé que sonrió aunque no la vi. Y de espaldas tenía la misma soberbia de siempre. Y la recordaba paseándose en medio de un examen haciendo la que no veía nada, como aquella mañana en el hospital, pero sintiendo cualquier movimiento a su alrededor. Ella era así, sigilosa como una serpiente, apartada de todo para sentirse más cerca de sí misma. Y si me hubieran contado años atrás que acabaría viendola como lechón arrancado de su madre en el matadero, habría jurado que ella ni conoció muerte ni conoció madre jamás 

OficuoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora