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Pasé los días angustiada por el examen de conducir. A cada hora que pasaba me sentía más incapaz de hacerlo.

Aquel miércoles me desperté temprano, ninguna alarma me trajo de vuelta y pensé que mi cuerpo había sucumbido a la tensión que me producían los nervios. Mi madre se espabiló para despedirme y darme ánimos y mientras me vestía y peinaba, ella repetía a cada instante que la llamase justo después de bajarme del coche. Me presenté a la hora exacta junto a otros dos chicos, parecían compartir mis nervios y el tiempo que estuvimos esperando a nuestro profesor, repasábamos todos los posibles caminos y las complicaciones excepcionales de las vías.

Elegí examinarme la primera, necesitaba deshacer cuanto antes la bola que aprisionaba mi garganta desde hacía varias noches, me acomodé insegura en el asiento y mis piernas no pararon de temblar el tiempo que duró aquella tortura. Para mi sorpresa aprobé con pocos fallos y leves y al llamar a mi madre noté que su alegría se clavaba en mis tímpanos desde el otro lado de aquel aparato. Me sentía contenta y animada y pensaba que si confiaba en mí podría ser capaz de cualquier cosa.

Ese mismo día quedé con mis amigos, recibí una llamada de Jose que me invitaba a pasar la tarde en el centro. Accedí al instante contenta por verlos.

Quedamos en la misma parada de autobús de siempre y cuando aparecieron sentí la necesidad de contarles que había aprobado, pero como me prometí desde el primer día que entré en la autoescuela, no diría nada hasta no tener el coche.

El autobús nos dejaba una parada antes de mi universidad y hacer el mismo camino pero a horas distintas siempre me transmitía una extraña nostalgia, pasábamos por la gran avenida y miraba los bares del otro extremo de la acera, en todos había una sombra de Cristina que me saludaba desde alguna ventana. En todos ella se había encargado de dejar un recuerdo, de hacer que aquel bar ya no fuese un letrero más.

El café que pretendíamos tomar se alargó hasta una cerveza y después de esta vinieron otras más. Estábamos acinados en un bar que hacía esquina, era antiguo y pequeño y un olor a madera se adueñaba del ambiente. Aquella noche estaba lleno de personas que nos doblaban la edad, tomaban copas en vasos grandes y reían por cosas tan absurdas como las que hacían reir a un adolescente de quince años. Allí metida, entre aquellas personas, me sentí más cerca de Cristina. Si era capaz de relacionarme con gente que me doblaba la edad y no había reticencia por ninguna de las partes ¿Por qué para ver a Cristina tenía que encaramarme a un muro?

Pensé en mandarle un mensaje para concretar la hora y el lugar de nuestra comida pero el miedo se adueñó de mis ganas al creer que tal vez lo habría olvidado.

Me senté en un taburete que había en la esquina de la barra y le pedí a un camarero pasado de kilos mi quinta cerveza. Había merendado mal y volvía a notar como el ambiente se ensombrecía. Al servirme aquel vaso, de un trago me bebí casi la mitad

-¡EH! ¡oye! Que no es una competición-

Un hombre que había unos metros al lado de mí me miraba con diversión.

Le sonreí cortésmente y se acercó hasta mí. Sentí un pellizco en el estómago y reconocí que era miedo

-¿Ahogando penas? Eres muy joven, ¿Qué vas a dejar para cuando tengas mi edad? -

La frente de aquel hombre sudaba y las gotas que caían le llegaban hasta el cuello, llevaba una camisa de alguna marca cara y sus botones estaban abrochados a presión hasta su nuez. Pensé que alguno de ellos se descosería y saldría volando por el ambiente.

OficuoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora