—¡Faina, date prisa, cariño, el cliente espera!
Su primer día en el trabajo, le costaba y mucho. No solo sudaba, sus movimientos eran bruscos y torpes, pese a ello, Faina hizo el esfuerzo de ser más rápida y sobre todo eficiente.
Quitó una uva de la bolsa y el peso bajó respecto al que le habían pedido. Le agregó una uva, esa vez más chiquita y siguió sin darle el peso adecuado.
Se limpió la frente, irritada.
«¿Qué se hace en esos casos? ¿Darlo así? ¡Le robaría a la clienta unos centavos! ¿O no importa que sobrepase por poco el peso? ¡La jefa le perderá unos centavos!» sometida a la presión de la espera que recibía por parte de la cliente, de la jefa y de la fila que se formaba, colocó una última uva y sin mirar cuando aumentó la báscula, lo entregó.
—¿Estás segura del precio? Has hecho muy rápido la suma —se sorprendió la clienta.
—Puedo hacerlo en la calculadora si prefiere —sugirió Faina sacándola de debajo del mostrador, la cuenta dio exactamente como el cálculo en su mente.
Tal vez resolver sumas en cuestión de segundos sí era un don, desde la perspectiva de otros. Para ella no generaba ninguna relevancia.
Guardó la escoba y su día en el trabajo llegó a su fin.
Se despidió con una brillante sonrisa de sus compañeros, parecían buenas personas. Fueron muy gentiles con ella, estuvieron atentos a sus movimientos y dispuestos a orientarla cada vez que lo necesitaba. Nunca los escucho irritados ni les vio una expresión disgustada.
Lo menos que se merecían era que al siguiente día fuera diferente al exterior, pensó, por lo que se propuso mejorar.
Volvió a casa arrastrando los pies. Se saboreó por una ducha y caer rendida su cama.
Sin embargo, el cuento que le esperaba era otro.
Se apresuró a abrir la puerta de casa cuando a la distancia percibió los llantos del menor. Mientras acortaba la distancia, por su mente imaginó que alguien lo estaba torturando, lo que la preparó para defenderlo de quien fuera que lo lastimaba.
La sorpresa fue que encontró a su madre intentando despegar a Rayco de sus piernas y detrás de ellos Dolores intentando calmar al infante.
Faina aventó sus cosas al suelo, le pidió a su abuela que se alejara. Su herida había sanado lo suficientemente bien como para exponerla a que se lastimara.
—¡Haz que me suelte, Faina! —rogó su madre escandalizada.
De rodillas en el suelo, Faina miró hacia arriba y entonces entendió a qué se debía el llanto de su hermano. Dentro de una bolsa de plástico transparente su madre llevaba ropa, lo que significaba que se iba de nuevo.
En ese momento transcurría la mitad del mes e Isabela ya había realizado cuatro viajes, lo que significaba cuatro huidas a medianoche, cuando nadie la veía.
—Mami, quiero ir contigo —imploraba el menor.
Era extraño que Rayco lloraba por irse con ella, nunca lo hacía. Faina infirió que algo sucedió para que fuera diferente ese día. Como no estaba para reclamar explicaciones, se tranquilizó y se preparó para darle las palabras adecuadas al menor.
—Ray, hermano —Faina atrajo su atención—, deja que se vaya como siempre ha hecho, no la necesitas. Yo puedo llevarte por un helado —su tono era meloso, dulce, hipnotizante y todas aquellas palabras que fueran sinónimo de encanto.
Convencerlo no era fácil, necesitó de varios intentos.
Poco a poco, entre hipos, su hermano soltó a su madre.
—Sí, sí, ella te llevará por helado —apresuró a decir Isabel y se alejó—. Gracias por despegarlo, Faina, necesito irme.
Se fue.
Se fue sin preguntar a su hija como le había ido en su nuevo trabajo.
Se fue sin saber cómo estaban de salud, si habían comido o si necesitaban algo.
Se fue y abandonó a sus hijos como siempre hacía.
Se fue y no miró atrás, sin ninguna pizca de remordimiento. La urgencia de abandonar a su descendencia era su prioridad.
—Rayco, ¿quieres que te prepare sopa de letras, corazón? —era evidente de donde heredó Faina el tono meloso para endulzar oídos.
Su hermana lo ayudó a limpiar el rastro de lágrimas saladas de su pequeño rostro y acompañaron a Dolores mientras preparaba la comida.
Y haciendo como siempre, ignoraron el abandono de la madre de los hermanos.
No había nada que ellos pudieran hacer.
Era parte de la familia quien quería estar, ellos no iban a obligar a nadie.
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Días nublados
Short StoryHay momentos en la vida que nunca entenderemos por qué nos ocurren, como: ¿por qué perdí mi suéter favorito? ¿por qué se cayó mi comida al suelo? ¿por qué el semáforo tardó tanto en cambiar? ¿por qué el chofer del autobús no me esperó si estaba apre...