6. Es que es tan guapo...

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Como cada lunes me levanto con el tiempo justo. Como cada lunes, cada martes, cada miércoles...
Parezco del circo cuando voy de un lado a otro como una bala buscando la ropa, preparando el desayuno y la comida que voy a llevar para media mañana. Meto todo lo que voy a necesitar hoy en la mochila a toda velocidad.
El perfume, la crema para manos, las zapatillas, y... mierda.

-¡Diego! -doy toques en la puerta del baño de forma cautelosa porque, si lo hago con la rapidez que necesito, se enfadará y no me hará caso-. Necesito cepillarme los dientes y coger mi plancha del pelo.

-Y ¿qué quieres que te haga?

Borde por naturaleza.

-¡Pues que salgas del baño!

-Voy a ducharme, déjame en paz.

¿A ducharse a las ocho de la mañana? ¡No podría hacerlo en otro momento!

-¿Adónde vas?

-A trabajar -escucho al otro lado de la puerta y me sale un risita inevitable-. A trabajar, ¿tú? ¿En qué?

-No te importa.

Ruedo los ojos y me dan ganas de darle un golpe muy fuerte a la puerta.

-Te he dicho que necesito la plancha y...

-Vas al instituto, no a una fiesta. No te hace falta la plancha.

-Sí que hace falta -contesto, empezando a desesperme. Voy a perder el autobús por su culpa. Aún guardo dinero que mi abuela me dio la semana pasada así que hoy no voy a dejarme los pies en la carretera-. Y ¿cómo me cepillo los dientes?

-Te comes un chicle.

Este tío no es muy completo. Me desquicia.

-¡Se me hace tarde!

Después de varios segundos de silencio escucho el pomo de la puerta.

-Venga, rápido -me espeta.

-El baño no es tuyo.

Hago rápidamente lo que tengo que hacer y salgo con la plancha en la mano.
Nota mental: no vuelvas a domirte con el pelo húmedo.

Cuando (más o menos) estoy lista, salgo corriendo de casa. Y odio correr.

Y llego, llego a tiempo porque distingo una silueta en la parada lo que significa que aún no ha pasado.
Disminuyo la velocidad cogiendo aire. Como continúe levantándome tarde, no me quedarán pulmones para cuando acabe el trimestre.
Me recoloco el pelo, la chaqueta, la mochila, todo.
Veo a la persona que espera el autobús en el banco y me freno en seco. El corazón me ha llegado a la garganta por una milésima de segundo.
Un chico de pelo castaño, vestido con unos vaqueros rasgados por la rodilla y que no aparta la vista de la pantalla de su móvil.
Qué... ¿qué hace ahí?

Me acerco con lentitud, mostrando total normalidad y miro hacia el suelo fingiendo que no lo he visto.
Soy la que llego así que me va a tocar saludar a mí primero. Qué vergüenza.

-Hola -digo y me sale más bajo de lo que pretendía, pero lo escucha porque levanta la cabeza. Me mira y veo un pizca de sorpresa en su cara.

«Sí, yo tampoco esperaba verte aquí, la verdad.»

Me devuelve el saludo también de la misma forma, con voz más baja de su tono habitual, e incluso diría que de manera más reservada. Lo poco que he podido apreciar de su carácter en una semana no se parece en nada a ese "hola" contenido.

Nos aguantamos la mirada por muy poco tiempo, poquísimo para mi gusto, pero el suficiente para verle los ojos. Estoy tan acostumbrada a ver ojos marrones que cuando me topo con otro color me resulta inevitable quedarme admirándolos.

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