33. Por su maldita culpa.

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Bajo el último escalón y el aire frío me llega a la cara. Cuando consigo ubicarme entre la gente, me tomo unos segundos para analizar el entorno.

No... hay... nada.

El autobús nos ha dejado en un terraplén solitario, donde acaba la carretera asfaltada. El cielo está nublado, tanto que no deja pasar ni un solo rayo de sol. La brisa mueve la tierra del suelo, la que evito cubriendo mi cara.

«¿Qué clase de desierto es este?»

Nos juntamos todos los alumnos alrededor de los tres profesores que nos acompañan: los dos tutores de cada clase y la profesora de educación física.
Con nuestras mochilas a cuesta, escuchamos atentamente. Al parecer, el asfaltado solo llega hasta esta zona, por lo que tendremos que seguir andando hasta el bosque.

—Son unos cuarenta minutos de sendero, y esta es la primera actividad que haremos —informa la profesora, con gran entusiasmo. Se nota que es profesora de educación física... no para ni un segundo.

Veo a Alexa y viene corriendo a mi lado.

—Menuda siesta me he echado en el autobús —me dice nada más acercarse—. Ha sido interminable.

—Yo, por un momento, estaba deseando que no terminara —confieso, buscándole con la mirada.

Empezamos a andar y doy con sus Vans a pocos metros delante de nosotras.

—¿Y eso...? —Creo que puede hacerse una idea de por qué lo he dicho, pues pone su cara habitual de cuando le hablo del tema.

—He tenido compañía —pronuncio las palabras a medida que se va formando una sonrisa en mi cara. Debo de parecer ridícula.

Compruebo que no puede oírme nadie más, salvo ella, y le cuento lo que ha pasado en el autobús.

—Me encanta —concluye.

—¿Qué te encanta?

—Tu cara. Tu forma de contarlo, tu voz cuando hablas de él. Tu voz, tu sonrisa tonta, tus ojos...

—No me digas eso, Alexandra... —Hago un puchero, tapándome el rostro. Me muero de vergüenza.

—Cuando me llamas por mi nombre completo es porque se trata de algo serio.

—Es serio —admito—. Es tan serio que me preocupa.

Inspiro aire fresco y natural, y resoplo. Voy a ser sincera, y voy a contarlo todo.

—Estoy todo el tiempo pendiente de él, de todo lo que hace y lo que deja de hacer. Por las mañanas en el instituto, hasta que no le veo entrar por la puerta no estoy tranquila. Necesito saber que voy a verle, que viene a clase. No hace falta tenerlo cerca para que se me suba el corazón a la garganta, solo con divisarlo desde la distancia. En clase, miro en su dirección unas dieciocho veces de media y, cada cambio de hora, tengo que asegurarme de que lo tengo en mi campo de visión todo el tiempo. Cuando voy a casa de mi abuela, prácticamente corro solo por si pudiera encontrármelo. En la parada de autobús, rezo literalmente para que no coincidamos porque me muero de vergüenza. Si me habla, no sé qué responderle. Si bromea, me limito a sonreír porque tengo miedo de estropearlo. Lo evito siempre que puedo, y a la vez lo único quiero es tenerlo cerca.

He comprobado otra vez que no hay nadie lo suficientemente cerca como para escucharme. Continuamos por el sendero de piedras, una al lado de la otra, esperando a que diga algo. Lo que sea.

—Alexa —la llamo, porque empiezo a preocuparme por su silencio.

—¿Qué?

—¿No vas a decir nada?

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