47. Las 36 preguntas para enamorarse.

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Remuevo el arroz en el plato una y otra vez, viendo cómo se queda pegado al tenedor. No parece arroz, sino una pasta blanca compacta mal cocinada y que apenas tiene sabor. Por otro lado, el huevo frito no resulta ser de mucha mejor calidad. No importa a qué parte del plato mire, nada de lo que hay me gusta. Dejo pasar un poco más de tiempo por si se me abre el estómago de repente y me termino el plato que tengo casi sin tocar. Para mejorar más la situación, mis pulmones están sufriendo por el humo del tabaco de mi madre. Viene todo hacia mí, como si fuera a propósito. Aguanto las ganas de toser y continúo mirando la comida mientras escucho de forma lejana la conversación entre mi madre y Brenda. Desde que he llegado, me han mirado con disimulo, en lo que supongo que será un intento de descifrar mis pensamientos. No he puesto buena cara ni siquiera cuando saludé tras haber cruzado la puerta. Lo he intentado, pero no me ha salido de ninguna manera, no después de la fría despedida al bajar del autobús. No puedo pensar en otra cosa, y tampoco paro de culparme. Yo soy la culpable, por creer que alguien podría ser de una determinada manera, por esperar demasiado. Desde el principio supe que lo pasaría mal. Tuve una especie de corazonada aquella noche en el campamento al ver sus ojos azules tan de cerca llenos de misterio y contradicciones. Me lo advirtieron, y aquí estoy, deseando acabar con este intento de comida fallido y tumbarme en la cama cubriéndome la cara con la almohada, para así dormir durante un mes, o seis, para no tener que verlo nunca más.

Me levanto finalmente bajo la mirada fija de mi madre en el plato. Antes de que abra la boca para recordarme que me alimento como un pajarillo y para quejarse de que no hará más comida si es para tirarla, me encargo de recoger rápidamente y Brenda la distrae con más conversación.
Salgo disparada como un ladrón que huye a hurtadillas y me meto en mi habitación dispuesta a encontrar allí el silencio y la soledad que necesito al menos por dos horas. Lo que había pasado por alto es que hay dos niños en esta casa ahora mismo, que no tardan en venir y saturarme con preguntas e información. A Neal le encanta contarme lo que le ocurre en colegio, por el contrario Lucas prefiere inspeccionar mi habitación y toquetear todo lo que esté a su alcance. Su rincón preferido es mi escritorio, en el que se dedica a coger los bolígrafos y a colocar y descolocar los libros de lectura que tengo apilados cuidadosamente, hasta que él mete la mano y los deja como si hubiera pasado un huracán.
Hablo un poco con el mayor, interesándome por el examen sorpresa que han hecho hoy sobre sumar y restar, y luego le digo que estoy un poco cansada y preferiría acostarme.

—Pero si todavía es de día.

—No voy a dormir —le digo—. Tengo que leerme un libro.

—Pues qué rollo.

Le sonrío, viendo que sale de mi habitación de inmediato. La idea de leer no le ha hecho ilusión.

—Hele, ¿puedo pintar?

—Como quieras, Lucas —digo, dando un suspiro. Hace rato que está pintando con mi material, no creo que sea necesario permiso después de haberlo cogido.

Saco el libro que el profesor de literatura ha mandado a leer, y que he cogido de la biblioteca, e incio la lectura por las primeras páginas. Durante media hora consigo meterme en la historia ocurrida en el siglo XIX, hasta los dos pequeñajos de la casa vuelven a irrumpir en mi habitación, esta vez pidiendo que les lleve al parque.

—¿Qué? —es lo único que se me ocurre decir. ¿De dónde han sacado la idea de que voy a llevarles al parque?

Enseguida descubro el origen: mi madre, y no tardo en comprender que lo hace para desquitarse un rato de ellos y estar en paz, justo lo mismo que yo requería. Solo eso, y por lo que veo hoy no será mi día.
Los niños insisten tanto que consiguen provocarme dolor de cabeza en veinte segundos. Canturrean juntos, suplicando, hasta que los mando a callar. Oigo sus exclamaciones por el pasillo cuando les digo que los llevaré, seguidas de las indicaciones que Brenda les hace. Estas se refieren a normas como portarse bien, ir siempre por la acera y a mi lado y no robar juguetes a los demás niños.

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