Capitulo 1 1/3

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La noche del miércoles nos pertenecía a Janne, Spatz y a mí. Cuando yo era una niña pequeña pasábamos juntos ese momento de la semana, salvo las vacaciones, siempre en el mismo lugar: en casa, en la Terraza Rainville número 9, en Hamburgo.

La idea fue de Spatz, la compañera de toda la vida de Janne. Pronto, después de llegar a nuestra casa, Spatz llamó la noche del miércoles Ladies Night In y para esa ocasión preparó una corona. Era de plástico con cristalitos multicolores del departamento de juguetería de la tienda donde entonces trabajaba Spatz.

Era ella también quien había fijado las reglas para nuestras Ladies Nights. Siempre nos turnábamos para llevar la corona la noche del miércoles, y también para decidir cómo pasaríamos la velada. Las únicas condiciones eran: debía ser algo que hiciéramos juntas y no tenía que costar nada de dinero.
Yo tenía cuatro años cuando inauguramos nuestra primera Ladies Night In y fui también la primera que llevó la corona. Me sentí de veras toda una reina y nombré a Spatz y a Janne mis damas de honor. Janne tuvo que prepararme mi plato preferido: crepas con chocolate caliente, y a Spatz le pedí que dibujara animales fabulosos; dragones, unicornios y grifos, que luego las tres pintaríamos.

En determinado momento ya no estuvo la corona o ya no volvimos a ponérnosla, pero la Ladies Night continuó, y con los años se convirtió en un ritual al que solo renunciábamos cuando ocurría algo serio.
Primero fuimos Spatz y yo quienes suspiramos hondo cuando Janne abrió el enorme armario que había en nuestro desván y, tocando ligeramente la imaginaria corona, anunció: "Soltar un poco el pasado no puede perjudicarnos. ¡Así que ninguna protesta, Ladies! ¡A usar los trapos!".

Afuera arreciaba una tormenta otoñal. Golpeteaba en los cristales como con dedos de hielo; pero aquí arriba, bajo el tejado, se sentía caliente y hasta realmente cómodo. Janne había encendido unas velas, del tocadiscos se escuchaba la sonata Claro de luna, de Beethoven, el compositor favorito de Janne, y desde la cocina subía hasta nosotras el aroma de un fresco strudel de manzanas.
El desván ocupaba toda la mitad superior de nuestra casa, y una retorcida escalera de caracol lo separaba de las habitaciones de abajo. El viejo entarimado lo había pulido papá en otros tiempos.

Ese espacio nos encantaba a todos. Era nuestra sala familiar, pues las habitaciones oficiales las empleábamos propiamente solo cuando teníamos alguna visita. Aquí arriba se ocultaba algo de cada una de nosotras. Yo me había apropiado del inmenso sofá con sus muchos cojines, en el que habíamos pasado innumerables noches de miércoles viendo nuestras películas favoritas. La esparmania, mientras, había crecido hasta donde comenzaba la inclinación del tejado, Janne la compró cuando nací y era apenas una diminuta plantita; también cada semana ponía flores nuevas en el jarrón junto a la ventana. A Spatz le pertenecía el viejo tocadiscos y la estantería con una gigantesca colección de acetatos. Nuestros muebles los encontraron Spatz y Janne en bazares, donde Janne se encargaba del regateo y Spatz de la subsecuente renovación.

El único mueble heredado era el secreter de mi bisabuela Moma, en el que antes Janne escribía sus cosas.

Junto al secreter colgaba una jaula de una cadena de latón. Ahí vivían los periquitos John Boy y Jim Bob, que un antiguo cliente le había regalado a mi madre. Con sus ya trece años era todos unos señores maduros y Janne les tenía unos cuidados que conmocionaban. A Spatz, por el contrario, no le gustaba tener animales tras las rejas y, por lo mismo, llamaba a nuestros pájaros los hermanos de cárcel, lo que le merecía cada vez una maligna mirada de reojo de mi madre.

Jim Bob había escondido el pico bajo el ala y había esponjado las plumas, mientras que John Boy miraba curioso cómo, en cuclillas frente a la montaña de viejos andrajos, peleábamos acerca de cuáles de ellos podíamos desprendernos o, mejor, cuáles no.

—¡No! —exclamó Spatz con voz en grito.
De un salto de tigre, trató de quitarle a Janne un enano de goma, de sonrisa de conejo y gorro azul, que mi madre quería mandar a una caja que tenía el letrero Good Bye Ladies.

—¿Por qué no? —Janne se quedó mirando el enano de goma, desconcertada por el grito de Spatz.

—Porque el glotón de Antón fue la felicidad de mi niñez —gritó enojada Spatz—. ¡Solo sobre mi cadáver se va al bazar!

Tomó a Janne por la muñeca y comenzó a hacerle cosquillas hasta que mi madre, riendo, desistió y dejó caer el enano de plástico.

—Ven, Antón —Spatz lo levantó y lo tomó en brazos con actitud protectora—. Apártate de esa reina del miércoles con su frío corazón. Desde hoy... —sonrió maliciosamente al enano—... quedarás entronizado sobre nuestro televisor.

—¿Sobre el televisor? ¿Qué va a hacer esa cosa sobre el televisor? — pregunté desanimada.

—¿Cosa? —de la nariz de Spatz salió volando un mota de polvo mientras me fulminaba como si me hubiera transformado en un enano de goma, y además malo—. ¡Lo que tu madre quiere vender en el bazar no es ninguna "cosa", se trata de un hito de la historia de la televisión alemana!

Me puso el enano de goma delante de la nariz.
—¿Puedo presentártelo? —preguntó, dejando que la cabeza del enano se tambaleara de un lado para otro—. Rebecca, este es el glotón Antón, compañero de los Enanitos Maguncitos y estrella de los comerciales de TV de los años setenta. Antón, esta es Rebecca, la primogénita de Janne y mi segunda hija. Dile buenas noches.

—¡Bueeenas noooooches! —dijo el enano a través de la voz cambiada de Spatz y me eché a reír.
Suspirando, Janne se retiró el rubio fleco de la frente. Una banda negra con la que sujetaba el pelo se le cruzó por la cara, algo que para nada iba con ella. Mi linda mamá, con su cuerpo de corredora de maratón, podía despertarse a las tres de la madrugada de un profundo sueño y verse siempre perfecta.

—Entonces, bien, mientras los compañeros de Antón no espíen emboscados por algún lado, se puede quedar —dijo, y de nuevo se inclinó sobre su caja—. ¿Qué hay aquí? Janne levantó una trompeta roja de plástico y gritó:

—Ohhhh, esta me la regaló mi papá, ¿no recuerdan? Luego de la fiesta en el jardín donde Sören vomitó su salchicha sobre mi vestido. Apesté como un cerdo y pasé mucha vergüenza; por la noche mi papá me trajo la trompeta para consolarme. ¿Quieren que les toque algo?

—Tarará —sonó Spatz y me guiñó un ojo.
—¡Gente, así no avanzamos nada! —nos regañó Janne—. La actividad de la noche no se llama "Jugar", sino "Escombrar". Así que, ¿seguimos o no?
—No —dejé la trompeta a un lado y abrí la gran caja de libros.

Entre los libros profesionales de Janne, los tomos de arte de Spatz y un par de ejemplares de cocina manchados pesqué unas viejas obras ilustradas.

Mi madre se deslizó hasta mí y abrió "Donde viven los monstruos", de Maurice Sendak.

—Este era tu favorito —dijo—. Casi te vuelves loca de miedo con los monstruos que visitaban a Max en sus viajes durante el sueño. Pero siempre querías volver a oír el cuento —me sonrió Janne—. Cerrabas los ojos y en tu fantasía te ibas de viaje con Max en su velero. Querías que te describiera a esos monstruos, querías oír sus terribles rugidos y ver cómo mostraban sus horribles dientes, cómo revolvían sus temibles ojos y mostraban espantosas garras... hasta que Max decía Esténse quietos y los calmaba con su truco mágico. ¿No lo recuerdas, lobita? Te sabías de memorias el texto.

Recliné la cabeza sobre el hombro de Janne y miré el velero donde estaba sentado el pequeño Max con su abrigo. El papel estaba amarillento por completo y despedida ese olor indefinido de los libros viejos.

—Sí, todavía me lo sé —dije y lancé una mirada a Spatz—, y hasta me pintaste la nave, pero allí no estaba Max sino Rebecca.

Continuará...

Lucian (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora