Nuestra maestra de natación, la profesora Stratton, tenía un rostro tosco, el pelo rubio claro corto, anchos hombros y una piel curtida por el sol como cuero.
La piscina estaba a la intemperie, situada en la parte posterior del predio escolar, y era tan grande como el recinto de la piscina de Álster, en Hamburgo. Los mosaicos de color azul claro hacían que el agua brillara con mayor fuerza y sobre el suelo se podían divisar las marcas de los carriles de azul oscuro, mientras el césped recién cortado que orlaba la piscina era de un verde brillante, casi deslumbrante.
Mientras mis compañeras me observaban con curiosidad, la entrenadora me saludó lacónica, luego nos dividió en cinco grupos y, por turnos, hizo que nos acercáramos al borde de la alberca. A mí me tocó en el primer grupo, o sea, nadie había tocado el agua y se veía plana como un espejo, como esperándome.
Había pasado una noche horrible; la última vez que miré el reloj eran poco más de las tres y media, y cuando al fin me dormí me sobrevino de inmediato mi pesadilla. Para la hora del desayuno, Michelle ya estaba despierta y había preparado la mesa para Val y para mí, pero no comí ni un solo bocado. Val se comió los corn-flakes sobre las piernas de Michelle. Se le había quedado la leche en la barbilla y se acurrucaba en su madre como un gatito. Había puesto los pies descalzos sobre la mesa. Michelle le pellizcaba el dedo gordo y, con una afable sonrisa, se ofreció a dejarme en la escuela, que quedaba de camino a la de Val. En el radio del coche, un alegre locutor pronosticaba un estupendo día. Chubascos y aguanieve habría correspondido más a mi talante; al menos se habrían adecuado al frío en los pies que me vino de golpe. Me peguntaba como ayer todavía pude haber estado tan confiada. Pero ahora estaba aquí, y la fría presión sobre las sienes, cuando me sumergí en el agua y el mundo desapareció sobre mí durante un par de segundos, me hizo bien. Habría preferido no reaparecer más, pero el cuerpo se las arregló para devolverme a la superficie.
El luminoso día se ocultaba todavía tras un vaporoso telón, pero para nadar no estorbaba. El agua fría me dejó experimentar que yo existía, y casi escuché como me susurraba: en casa, en casa, en casa, aquí conmigo estás en casa...
La voz de la profesora Stratton me espantó. Nos gritó las órdenes para los ejercicios de calentamiento con palabras escuetas: dos rondas de natación de pecho, luego de espalda, luego delfín, luego crol. Eran procedimientos que dominaba y que mi cuerpo había almacenado admirablemente.
Tras nosotros fueron entrando los siguientes turnos. Mis compañeras estaban muy en forma y se mostraban increíblemente ambiciosas: cada una habría batido por millas a mis ex compañeras del equipo de Alemania. Todo aquí ocurría en competencia, lo cual era perfecto para mí.
Mientras la antes intacta agua se arremolinaba en torno a mí en una masa bullente, yo luchaba contra mis pensamientos. Con cada movimiento los apartaba de mí. Como si fueran algas de la superficie del agua que, con viscosos y untuosos brazos, se asieran de mí y pretendieran envolverme, jalarme, apartarme, tomar aire, exhalarlo, jalarme, apartarme.
Ahora nadaba para incorporar un pedazo de la antigua Rebecca; quería regresar a mi antiguo yo, a cualquier precio y con todas mis fuerzas.
Y luchaba por no pensar en Lucian.
Mientras, habíamos sido agrupados en nuevas unidades: cada grupo se concentraba en una disciplina. Yo quedé en el crol. Éramos seis, y nos entrenamos en natación rápida, empezando con crol de cincuenta metros, luego cien y después ciento cincuenta. Yo iba mejorando, ganaba terreno, me abría paso por el agua con los brazos extendidos, y en el último tramo llegué a la meta en segundo lugar. Cuando me alcé en el borde de la piscina con lo que me restaba de fuerza, estaba tan agotaba que me sentía bien.
Al irme a duchar con mis compañeras, traté de prepararme internamente para las siguientes clases.
—¿De dónde eres? —me preguntó una chica con largo cabello pelirrojo que, para mi desconcierto, se presentó como "Suse pero mis amigos me llaman Suzy"; también quiso saber si era de la costa este.
Sopesé brevemente si debía mentirle, pero después le dije a media voz que era de Alemania. De cualquier forma acabaría descubriéndolo.
—¡Ah, caray! ¿De Alemania? —de rostro bonito y pequeño tenía se grácil cuerpo cubierto de pecas por todas partes—. ¿Y qué te trajo a Los Ángeles?
—Mi padre vive aquí —le contesté, concisa.
—¿Es estadounidense?
Asentí, me restregué con el pañuelo seco que olía a perfume de Michelle y me dirigí a mi Locker. Seguida de cerca por Suzy, quien parecía contemplarme como su fuente personal de emotividad. Las demás compañeras quedaban en segundo plano, pero claramente me daba cuenta de que me había convertido en el centro de la atención.
Me puse la camiseta y me metí en los jeans a puro tirón con las piernas aún húmedas. Había llevado la ropa menos llamativa para pasar desapercibida lo más posible.
—Mi papá es irlandés —comentó Suzy, quien llevaba jeans y camiseta como yo, solo que la suya era más angosta y quedaba tensa por los grandes pechos, donde llevaba el nombre del equipo de la escuela, y prosiguió—; pero creció aquí. Nosotros nunca hemos estado en Irlanda. Y a ti, ¿te gustan Los Ángeles?
—Sí —tratando de enfatizar esa palabra. Y con mordacidad añadí—: Me encanta.
—Dime algo en alemán —Suzy inclinó la cabeza y me miró con curiosidad, tal como si fuera una rockola en la que hubiera introducido una moneda y oprimido un botón al azar
—Ich hasse meine Mutter —dije.
Suzy dijo con una risita:
—Suena divertido. ¿Qué quiere decir? ¿Qué quiere decir Mutta?
Un sonoro timbrazo me ahorró la respuesta.
—Ahora tengo cerámica —dijo Suzy—. ¿Y tú?
—También.
En ese momento lamenté no haberme decidido por el curso de diseño. Quizás pudiera cambiar, pero de todos modos cualquier otra chica me haría la mismas preguntas.
—¡Súper! Ven. Yo te muestro dónde queda. ¿Qué música te gusta? ¿Qué escuchan en Alemania? ¿Sabes cantar? Quiero decir algo en alemán; ¿me cantas algo?
Dio unas palmaditas como una niña chiquita y rió, esperando. Podría haber simpatizado con ella; podría haberla tomado del brazo; podría haber ido con ella a cerámica y luego al almuerzo; le podría haber preguntado si me presentaría a sus amigos o si me invitaría a alguna fiesta; podría haber cantado Gekommen um zu bleiben, de Wir sind Helden; o Die Lösung, de Annett Louisan, y haberle contado de mi amiga íntima Suse; podría haberle dicho que me llevaría bien con ella. Podría. Sí. Aquí. Estuviera. Libremente. Pero me había metido en la escuela para librarme del gran averno que era la cárcel lujosa de Pacific Palisades. Por tanto, no estaba dispuesta a contenerme y actuar como si fuera una nueva colegiala de Alemania en el primer día de escuela en un país extranjero. Así que respondí a Suzy que no sabía cantar y que luego traería mi iPod con lo que recibí un convencido, "¡Fantástico!" y, tomándome del brazo, me escoltó por el patio a unos numerosos edificios. Las siguientes clases fueron el infierno. En la cerámica teníamos que dejar correr la fantasía, lo que naturalmente no hice, sino que pasé el tiempo encorajinada un florero de lo más realista y súper aburrido. Suzy no paraba de hablarme y de hacerme preguntas, que le contestaba, pero sin importarme nada. Me había puesto en "automático" y estaba centrada en el barro que tenía entre los dedos. En la clase de matemáticas, que fue también en otra aula, pusieron un examen que, para mi frustración, acabé en treinta minutos antes que concluyera la clase.
Continuara...
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Lucian (TERMINADA)
Teen FictionUna joven se enamora de un hombre que parece ser un vagabundo, y están unidos por algo: él es su ángel guardián, pero no recuerda nada porque padece amnesia. Lo único que sabe es que cada sueño que Lucian tiene sobre Rebecca, se hace realidad...