Capitulo 32

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Calles, semáforos, autos. Demasiados autos que avanzan lentamente; demasiados autos que se detienen, luego avanzan a paso de tortuga y luego se paran de nuevo. Semáforos en rojo, asientos de cuero rojos. Manos pálidas, flacas y largas, puestas en el volante. Los tobillos, blancos; el volante, color café; el volante a la derecha. Tyger, a la derecha; yo, a la izquierda. Entre los dos, silencio. Bajo nosotros, el motor ronroneante del Oldtimer inglés de Tyger, un Morris Minor. Y una interminable, interminable aceleración.

Ante nosotros, Santa Mónica Beach; ante nosotros, Malibú Beach; junto a Tyger, la carretera; junto a mí, el mar; junto a mí, la costa; junto a Tyger, los montes; ante nosotros, la carretera, vacía, la ciudad, Los Ángeles. Interminable lo que quedaba ahora detrás de nosotros.

Las carreteras, curvas y más curvas que serpentean y avanzan dejando atrás la ciudad. Lejos de los coches, lejos de los seres humanos, de los rascacielos, de las palmeras, de las promesas palpitantes; avanzando, avanzando, por la Highway One, montes más cortados a pico, el mar más profundo. Todo esto ahora bajo nosotros.

A la orilla de Elefantes Marinos, llana, gris, tosca, muy atrás, en el azul, los veleros, blancos y elegantes como los cisnes. El sol detrás de nosotros, el sol sobre nosotros, encendido, echando chispas. Ahora Beethoven en la radio, violines tocando notas bajas, pausa suave y luego una flauta; las curvas más empinadas, más lejos, siempre más lejos; los violines más rápido, montes escarpados, desgreñados por las tormentas. El mar: un océano ya sin casas ni personas. Los violines, suaves ahora, y una pausa corta. El paisaje quita el aliento. Santa Bárbara, Goleta, Gaviota, una gasolinera, Tyger afuera, Tyger de nuevo en el coche, más lejos, más lejos, las carreteras más angostas ahora, cada vez más angostas, cada vez con más curvas, siempre subiendo, lejos de la costa. Lampoc, Guadalupe, Océano; el océano una última vez.

Y luego, más montes: San Luis Obispo, Atascadero, Templeton, Paso Robles. Mis ojos cerrados, mis manos en el pecho. No ver, solo sentir. El tirón en mi interior, suave, tan maravillosamente suave; solo un susurro, un susurro conocedor. Él estará allí, estaré con él, lo hallaré. Paz, por fin paz ahora.

—Ya llegamos —señaló Tyger—. ¿Sabes dónde está la casa de tu padre?

Bajé del coche y me dirigí al pequeño mirador ante el cual Tyger se había estacionado. Mis piernas, que no se habían movido en las últimas cinco horas, se sentían tiesas y entumidas, pero ahora comenzaban a hormiguearme, y mientras miraba abajo, al lago, fue todo el cuerpo el que experimentó esa sensación.

¡Volví a reconocerlo todo! Quizá se debió al olor, quizás a las sombras que proyectaban las encinas, quizás al modo en que se movía el aire ahora cuando el sol se hundía sobre el lago del Dragón. Teníamos que dirigirnos al extremo superior, estar en el corazón del lago. Yo conocía las rocas empinadas desde las que mi padre se echaba al agua y las numerosas bahías y minúsculas playas orladas de altos árboles. Luego vi el embarcadero de madera. Su color rojo se imponía al crepúsculo. Estaba a nuestra izquierda, quizás a unos cien metros, en un recodo, y conducía al agua como una larga flecha. Desde donde estaba lucía muy pequeño. Me giré hacia Tyger, quien ahora se había bajado del coche.

—La casa no es de mi padre —le dije—, sino que pertenecía a mi bisabuelo. Aquí pasó los últimos años. Quizás hasta murió aquí. Mi padre la recibió como herencia. Una vez salieron a pescar juntos; mi padre aún se acuerda de eso. Mi bisabuelo le explicó aquella vez que hay muchas formas de matar, y consideraba la pesca con caña como una manera noble de hacerlo. Le dijo a mi padre que no había razón para avergonzarse de ello.

Miré el embarcadero. Mi padre debería haber tenido entonces la edad de Val. Tyger se había acercado a mí.

—Nunca conocí a mi bisabuelo —proseguí—, pero creo que se avergonzaba de lo que le había hecho a Ambrose Lovell.

Durante un rato, Tyger no respondió. Únicamente miraba el agua. Todo estaba tranquilo. Solo se rizaba la superficie del lago en la parte que se extendía entre las colinas y los árboles.

—Un buen lugar para morir —comentó finalmente Tyger. Me miró—. Pero no para ti.

En los labios de mi maestro apareció una sonrisa triste, como nunca se la había visto.

—Ve ahora. Aguardaré aquí hasta que sepa que te encuentras segura.

Luego se giró y se metió en el coche.

Bajé corriendo por la estrecha senda que conducía a la orilla, y luego por la arena y el alto cañaveral. Me sentía tranquila por completo, tan tranquila como alguien que se duerme y se desliza por un maravilloso sueño.

Continuara...

Lucian (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora