Capitulo 9 2/4

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Suse me había pintado pálida la cara, los labios, rojo sangre y con el cepillo alació mis cabellos a todo lo largo que daban, hasta que cayeron brillantes sobre los hombros. Entonces encajó la peineta plateada y, para cerrar con broche de oro, rizó un par de mechones. Sobre mi mejilla izquierda resaltaba una cortada con salpicaduras de sangre, el único detalle de Halloween al que se apegó Suse. En cuanto a mi amiga, se había pintado un par de ampollas de quemaduras y una herida de disparo en medio de la frente, de la que sobresalía un cartucho de bala. En torno a los ojos, una sombra negra, hecha con pasta kajal.

—¡Genial! —exclamó Dimo cuando lo despegamos del televisor—. Las dos se ven increíbles. ¿Nos damos prisa? ¡Ya son las diez y media!

El club se encontraba en el cuarto piso del búnker anti aéreo. La edad mínima para entrar era de dieciocho años, pero Dimo trabajaba en Amptown, la tienda de música del primer piso, y conocía al de la puerta, así que nos colamos sin problemas.

Los organizadores transformaron el de por sí macabro club, con sus salas y cuartos en las torres, en recinto del miedo. A través de niebla hasta las rodillas, pasando por espejos distorsionadores, calaveras empaladas e instrumentos de tortura medievales, llegamos a la primera sala, donde el baile de máscaras estaba en todo su apogeo. Látex y laca parecían estar a la orden del día o, mejor dicho, de la noche. Suse parecía decepcionada, porque no era ni la única ni la más atrevida Hermana Enferma de la noche. Desde los primeros minutos nos topamos con media docena de su tipo. También había médicos del horror para aventar para arriba. Desde luego, Gothics y Grufties y toda suerte de criaturas de otro mundo: estrafalarios zombies, hombres lobo, vampiros, brujas con correas olátigos, drag queens con medias de red, hadas malvadas con largos harapos por vestido.

En una enorme jaula que colgaba del techo estaba sentada una figura de Aníbal el caníbal, y en escenario tocaba una banda estilo neo-new-wave.

El nivel de ruido era para dejar sin aliento. La música se me metió de inmediato bajo mi piel, vibró en mis huesos y la sentí hasta en las encías.

Me dejé llevar por la muchedumbre hacia una barra sobre la que oscilaba una gigantesca cruz de cirios encendidos. Un mesero vestido de pingüino me preguntó qué quería. Ordené un refresco de cola y retiré la cara, furiosa porque me miró con lástima.

—¡Es una locura! —gritó Suse, que se sentó junto a mí en un taburete de la barra—. ¡Qué bien se ve todo desde aquí! ¿Has visto a Dimo?

—No —al menos ahora tenía un motivo para buscar entre el gentío.

—¡Allá! —señalé hacia el lado derecho de la pista de baile.

Dimo, recostado en una columna que había sido transformada en un patíbulo, trataba con manos y pies hacerse comprender por el doble de la cantautora inglesa Amy Whinehouse. Cuando los dos se acercaron a nosotras, vi que era el baterista de su banda. Se llamaba LeRoy. Se inclinó sobre la barra con sus enormes pechos falsos, pidió un vodka con limón y brindo con los dedos extendidos hacia mí.

—Dime, ¿tu madre se llama Marijanne Wolff? —gritó en mi oído.

¿A qué venía aquello? Asentí, irritada.

LeRoy sonrió maliciosamente y se arregló la rubia peluca.

—Mi hermana lleva tres meses en terapia con ella. Depresiones, pensamientos suicidas, todo lo que te imagines. Se la pasaba en la cama gimoteando, pero parece que tu madre es muy inteligente. La semana pasada, mi hermana por primera vez de nuevo...

El resto de la frase se la tragó la música. LeRoy se encogió de hombros, riendo, también se arregló el escote y señaló, preguntando, mi vaso vacío. Negué con la cabeza. Nerviosa, escaneé la muchedumbre. Constantemente llegaban nuevas criaturas a la sala. Toda una tropa de dementores cayó sobre la pista, y se mezclaron con desarrapados ángeles de la muerte, calaveras gritonas, un puñado de Michael Myers, monjes y, desde luego, figuras de la muerte en distintos variantes.

Lucian (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora