Capitulo 1 2/3

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Y así seguían las cosas. Cada objeto que sacábamos de la caja traía consigo una historia. Allí estaba el delantal "mataniñas" que mi abuela me trajo de Múnich cuando entré a la escuela. Directamente sobre el omóplato se escondía un alfiler de seguridad olvidado, y la primera y única vez que me puse esa maldita cosa se abrió el seguro y cuando a la hora del recreo, jugando, me empujaron, se me clavó hondo en la piel.

Allí estaba el Gato de la felicidad que abría y cerraba los ojos, de plástico dorado, un recuerdo que Spatz le trajo de Asia a Janne. Ese mismo día, Janne le compró un boleto de lotería instantánea y ganaron treinta euros.

—¿Saben? Fuimos con Rebecca a la Feria de Hamburgo y nos perdimos en la casa de los espejos...
Y allí estaba Sharky, mi colchón inflable. Me lo había regalado Spatz cuando tenía cuatro años y no sabía nadar. El colchón tenía una cabeza de tiburón con la boca abierta y enormes dientes de goma. A una anciana casi le dio un ataque cardíaco del susto cuando yo, con Sharky, en la piscina al descubierto, pataleé hasta ella.

En una caja donde Spatz había pintado una calavera se amontonaban los regalos de Navidad de su madre; en otra guardaba sus cajas de insectos. Saqué la de más arriba y observé su interior. El Algo exiliado detrás del cristal era uno de los primeros objetos de arte de Spatz: un "pólipo campanilla" hecho a ganchillo con hilaza rosa y verde.

Yo estaba ya en segundo grado cuando Spatz comenzó a trabajar en esa serie. La llamaba Estambre de los marineros y tejía a croché, durante meses, anémonas, corales, estrellas y pólipos campanilla que yo luego colocaba en la caja de los insectos, que tenía forma de dado, y los tapaba con la cubierta de cristal.

Más adelante, Spatz buscó una caja que decía Fruslerías. Colocó al lado un aparato de radio, de un amarillo chillón, que tenía un gancho para colgarse en la ducha, un espejo de mano, una mandíbula de vampiresa color rosa y luego sacó un marco.

—Mira, la sirenita de California —dijo, y sonrió, tendiéndome el marco.

En la foto yo tenía más o menos cinco años. Dos manos sostenían mi cuerpo estirado sobre la superficie del agua de un lago: tenía los brazos extendidos, como volando, y parecía que iba a reventar de felicidad.

—Esto fue en lago Nacimiento —dijo Janne. La voz sonó débil. Me quitó el marco de la mano y limpió el polvo de cristal.

—Ese verano fue cuando aprendiste a nadar. Papá tenía que sostenerte en el aire para que saltaras al agua desde sus brazos.

Puse cara de niña risueña y recordé que esa fue la única visita al país de mi padre. En realidad me acordaba de todo aquello, aunque solo vagamente. A ese lago siempre lo llamé el lago de los Dragones.

—¿Y? —empujé ligeramente a mi madre y señalé la foto—. ¿Me vas a vender ahora en el bazar?

—No. Pienso que este trozo del pasado tiene que quedarse con nosotras — dijo Janne, resuelta, y dejó la foto a un lado.

De la cocina llegó el estridente sonido de una campanilla.

—Din-don —dijo Spatz—. Aquí un anuncio importante. El pequeño strudel de manzana desea que su mamá lo saque del paraíso del horno —y lanzó una inocente mirada a Janne.

Resoplé con toda mi fuerza, pero la risa de Spatz superó mi sonido sin esfuerzo. La compañera de toda la vida de Janne era muy pequeña y a todas vistas delicada. Tenía cabello corto, color gris ratón, que siempre estaba desgreñado, y sus ojos eran de un dorado pardo. Solo su risa estaba en exacta oposición a su aspecto: tintineaba como un saco lleno de latas vacías que alguien tirara escaleras abajo y, quisieras o no, siempre te arrastraba consigo.

—¡Ahora se hará el capricho de mamá! —dijo por fin Janne.

Sacudió el polvo de sus jeans y miró todo el desorden que habíamos sembrado a nuestro entorno en la última hora.

Spatz necesitaba su caos personal, que sobre todo reinaba en su cuarto de trabajo. Cosas diarias, como las declaraciones de impuestos o el manejo de la computadora, la abrumaban por completo, mientras que Janne era el talento organizativo en persona y nada podía perturbarla.

Única excepción: el orden en la casa. Las cosas dejadas aquí y allá, los trastes de cocina fuera de su lugar o una superficie de trabajo que no estuviera lisa, transformaban a mi apacible madre en una nerviosa ruina.

—Que no cunda el pánico —dije, al notar el aspecto desencajado que se asomaba en su rostro—. Mientras sacas el strudel ordenaremos las cosas. ¡Prometido!

Janne asintió agradecida y se abrió camino hacia abajo, entre las cajas. Poco después regresó con una bandeja cargada.

—¡Huelan bien, Ladies! —dijo, y distribuyó los platos en la gran mesa de bambú—. Pero después ya no habrás más charla. Vamos a arreglar todo este basurero, como que me llamo Janne Wolff—y blandió el cuchillo en el aire—. En una hora tiene que estar para el bazar.

Comimos todo el strudel de manzana con salsa de vainilla. Yo me apropié de la mitad, mientras que Janne y Spatz se repartieron el resto. Luego coronamos a Janne como la reina del strudel de la Ladies Night y, al final, fracasamos lastimosamente en cuanto a eliminar aquel desbarajuste. Mientras la caja para vender reunió un modesto montoncito de libros profesionales, juegos de mesa y CD de Janne, los montículos con las cosas que queríamos conservar se volvían cada vez más altos.
Spatz apiló, toda felicidad, sus videocasetes sobre Goddard y las películas de Hitchcock. ("Tenemos que comprar, sin falta, una videograbadora antes de que sea demasiado tarde.") Yo había deslizado los viejos libros ilustrados, como si fueran un taburete, bajo mi trasero, y Janne sacó una cosa pequeña y blanca de la última caja, cuando, de repente, sentí algo. Lo sentí como un tirón, sutil cual soplido, en mi interior. Fue apenas perceptible, como si alguien con unas pinzas me arrancara un pelillo que hubiera crecido hacia dentro. Un corto tirón y todo pasó. Lo que quedó fue una particular sensación de vacío que no podía explicar. Lo atribuí a la avanzada hora —ya pasaba de la media noche— y lo reprimí en el momento en que Janne me colocaba en el regazo un osito de peluche.

—Este fue tu primer regalo de cumpleaños —me dijo.
Era de lana de oveja, estaba bastante sucio y no era más grande que la mano de Janne. Los ojos, de color castaño oscuro, eran dos trozos redondos de fieltro; la diminuta nariz era una bolita de hilo negro y en sus blancas mejillas se notaba una mancha de chocolate.

—Seguro que no te acuerdas —prosiguió Janne—. Fue Moma quien te lo obsequió cuando te trajimos a casa luego de que naciste. Solía vigilar tu sueño, pero ni de día lo soltabas. Lo arrastrabas contigo a todas partes, y un día que lo dejamos con el Griego hiciste un berrinche tan largo que tuve que despertar al señor Papatrechas por teléfono y te envió tu osito en un taxi. Le habías puesto un nombre. ¿Cómo era...? ¿Li o La? —Janne arrugó la frente.

—Lu —susurré. No supe cómo el nombre me vino a los labios. Ya no me acordaba en absoluto del osito aquel.

De la jaula de los periquitos se escuchó algo como un rechinido. Era de John Boy. Estaba afilando diligentemente el piquito en un pedazo de concha de calamar gigante. Me quedé mirando al verde periquito sin fijarme realmente en él, y cuando me causó un estremecimiento.

—Hey —Janne me miró preocupada—. Te ves muy pálida. ¿Te sientes bien, lobita?

Continuará ...

Lucian (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora