Capitulo 6 1/3

1.5K 23 0
                                    

En las siguientes semanas, las temperaturas subieron una vez más hasta unos atípicos 18°C y el sol brilló casi cada día. La fiesta de cumpleaños de Suse junto al Elba trascurrió bajo una buena estrella: despuntó aún más porque Dimo había estado allí, y no solo para la fiesta, sino que también ayudó con los preparativos. Desde aquella noche del cine se habían visto varias veces. Dimo llamaba a Suse cada noche, y durante el receso del mediodía la acompañaba en el comedor, donde no cesaba de hablar del futuro de la banda, nos contaba de los clubes y bares donde podrían presentarse, de que iba a alquilar espacio para los ensayos y hasta se había propuesto contratar un agente para que finalmente, el Dr. No y las Hermanas Enfermas pudieran conquistar los escenarios, más allá del cursi auditorio de la escuela.

Me alteraba los nervios, pero Suse flotaba en la séptima nube. Mientras en la clase de bio mirábamos el vídeo de Christiane F. titulado Wir Kinder vomBadnfod (nosotros los niños de la estación Zoo), donde ella vomita las paredes de la institución de desintoxicación de drogas, mi amiga sumida en sus pensamientos, tarareaba Oh such a perfect day! Y rasgaba corazones en la superficie de la mesa con la punta del compás.

Solo de vez en cuando interrumpía para preguntar, llena de pánico, qué haría cuando Dino quisiera pasar más allá de los besuqueos. Hasta ahora habían tenido éxito manteniéndolo alejado de las zonas peligrosas, pero —se quejaba Suse— a la larga las cosas no podrían seguir así.   

  —¡Vaya! ¿Qué quiere decir "a la larga"? —le pregunté—. No llevan de un par de días juntos; todavía hay que dominar al tipo. 

Suse me miró con envidia. 

—Estamos hablando del Dr. No, Becky. No de Sebastián. Tienes mucha suerte con él. Espero que sepas apreciarlo. 

  Suspiré. Sí, ojalá supiera. 

Y aun así, me comportaba como si fuera lo contrario. El domingo habíamos arreglado nuestros asuntos una vez más. Le llamé tres veces hasta que logré convencerlo de que diéramos una vuelta en su Vespa. Llegamos hasta el puente del Elba, y desde allí, atravesando el puerto Franco, llegamos hasta las puertas de la terminal de contenedores, en donde cargaban y descargaban los grandes gigantes del océano. Sebastián había estado aquí de niño, cuando su abuelo lo llevaba al trabajo. 

Hoy había un buen puñado de hombres trabajando en la plataforma para contenedores; a los demás los habían rebasado las técnicas modernas. Pero siempre era un gran espectáculo ver cómo, en cuestión de minutos,una de esas plataformas transfería del barco al puerto un contenedor de veintiocho toneladas. 

El cielo tenía un color azul acero y las gigantescas grúas que destacaban sobre los abigarrados contenedores se me antojaban como seres de otro universo. Al caer la tarde invité a Sebastián a un coctel en el bar de la torre, y ya en la noche jugamos Endless Ocean, que era bastante divertido: entrábamos en un mundo acuático virtual y nos deslizábamos acompañados de música de las esferas entre coloridos peces, hasta las profundidades del mundo sub acuático. En la pantalla de cine, al ser mucho más real, tenía que ser más impresionante, pero esa oportunidad la había desaprovechado yo misma.

Suse tenía razón: yo había tenido mucha suerte con él. "Hazlo por él Becks", pensaba yo. "Deja de andar mirando por la calle a ver qué encuentras, siempre como un soldado en posición de firmes, pero alerta. La cuestión del extraño no tan solo es demasiado angustiante, si no que no vale la pena que por ese detalle haya puesto en juego la amistad con Sebastián".  

En lo que respecta al contacto corporal, Sebastián siempre se contenía; por lo demás, las cosas entre nosotros iban como siempre o incluso mejor. 

Con Suse podría decir un montón de tonterías, pero con Sebastián era una maravilla cómo sabía callarme. 

El martes, cuando Spatz entró en mi recámara para saludarnos, yo estaba sentada en mi escritorio, dibujando, mientras Sebastián se había acomodado en el puff con una novela. Era un maniaco de los libros y las historias de horror inglesas, como las de la clase de Tyger, eran sus favoritas. Muchas veces, Sebastián se quedaba junto al escritorio de Tyger, después de la clase, discutiendo con él o haciéndole preguntas.

Para este fin de semana había preparado un ensayo sobre Ambrose Lovell, el autor preferido de Tyger. Lo expuso el viernes en la última clase. Era el ochenta aniversario del fallecimiento del autor inglés.  

Tyger le dejó la mesa y se sentó en la silla desocupada de mi vecino. Sus manos jugaban con el reloj de oro de bolsillo y en el ojal de la solapa lucía una rosa blanca.   

—Lovell nació el 3 de marzo de 1881, en el condado inglés de Suffolk —narraba Sebastián—. Su padre fue pastor protestante, pero Lovell creció en una atmósfera de violencia familiar. En la iglesia, su padre predicaba los Mandamientos de Dios, pero dentro de sus cuatro paredes la emprendía contra su esposa y los niños. Cuando su hermano menor, por pavor al violento padre, se suicidó, Lovell se fugó de casa. Solo tenía trece años y se dedicó a lustrar zapatos por las calles de Londres hasta que, al cumplir diecisiete, redactó sus primeros relatos cortos, mismos que fueron publicados por una de las editoriales más reconocidas de aquellos tiempos. En los años siguientes, Lovell escribió como en trance, trabajaba día y noche, a menudo sin comer. Las editoriales lo apreciaban mucho y sus libros empezaron a publicarse en ediciones cada vez más cuantiosas.   

»En 1921, Lovell conoció a la joven bailarina Emily Stanford, que se convirtió en su mujer a los pocos meses. El escritor inglés le dedicó su única historia de amor.   

 Jenni y Paula intercambiaron risas, a las que Sebastián ignoró. 

—Al cabo de un par de años, Emily trajo al mundo al hijo de ambos a quien Lovell llamó David, por su hermano muerto; los años que vivió con Emily y como padre los consideró los más dichosos de su vida. Pero también su hijo murió siendo pequeño, tenía solo cuatro años cuando falleció a consecuencia de una neumonía, y en julio de ese mismo año su esposa pereció en un accidente: fue atropellada por un automóvil y se desangró en los brazos del escritor. 

"¡Iiii!", exclamó Sheila. Sebastián le lanzó una mirada irritada. En ese mismo momento, Tyger dio un golpe sonoro con la palma de su mano sobre la mesa, como un azote, que hizo que Sheila se callara de inmediato. La calma reinó en la clase, y hasta ahora Aarón se abstuvo de salir con alguna gracia tonta.  

—La muerte —prosiguió Sebastián— no solo afectó la vida de Lovell, sino que posteriormente constituyó el tema principal de sus obras: y lo planteó de manera más explícita en su novela inconclusa. El último visitante, que versa sobre un solitario escritor que una noche es visitado por su propia muerte. En una esquela se dice que, sin lugar a dudas, es al propio Lovella quien visita. Cuando escribía esta novela, ya se sentía abrumado y era alcohólico. Los aniquiladores artículos del crítico literario más influyentede Inglaterra en ese momento hundieron más a Lovell; el nombre del crítico era William Alec Reed, de origen norteamericano, pero vivía en Londres y escribía en el Times.  

Sebastián citó una de esas críticas: "Lo único que le enseña a uno lo que es el miedo en las historias de terror es la indescriptible elección de palabras y la tormentosa pesadez del autor. Al llegar al final de un relato, uno ya teme la banalidad del siguiente".

Me estremecí, pero tuve suerte de que mi profesor estuviera dándome la espalda. Solo podía ver su perfil. Tyger tenía la mirada clavada en Sebastián, estaba claro que había investigado considerablemente. Yo había guardado el libro de mi bisabuelo en el cajón de mi mesita de noche; Sebastián tuvo que haber extraído su cita de otras fuentes. 

—Tras la muerte de Lovell —prosiguió—, se investigó con mayor precisión la influencia que el artículo de Reed ejerció en las publicaciones del escritor, y se ha llegado a la conclusión de que ese influjo fue significativo. Reed se distinguió por tener favoritos entre los autores, a los que brindaba atención constante. Ambrose Lovell había permanecido algún día a esos favoritos, y debió su éxito, en no menor grado, a las reseñas halagadoras del crítico. Pero, en determinado momento, ese entusiasmo por el autor viró. Las reprimendas contra los libros, piezas teatrales y relatos cortos de Lovell, poco a poco, fuera distanciándose de su otrora autor preferido. Sus libros anteriores ya no fueron reeditados y las nuevas obras no se imprimieron siquiera: el escritor inglés cayó en el olvido. El 17 de octubre de 1928 se ahorcó del tubo de la cortina que estaba detrás de su escritorio. Era su cumpleaños número cuarenta y siente, y la última frase de una medio concluida novela decía: "Tiene que existir un lugar donde el hombre quede liberado de todo aquello que carcome el alma. Y es hora de buscar ese lugar".

—Con esa palabra de despedida —cerraba Sebastián su exposición—, Lovell mostró que veía una liberación en la muerte, una mejor realidad de la que él vivía. "Nunca sabremos si encontró ese lugar. Espero que así haya sido".

Continuara...

Lucian (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora