Con su sueldo de niñera, Faye no habría podido costear el Bentley convertible color crema con asientos rojos de cuero en el que recorríamos la sinuosa calle que conduce a Sunset Boulevard y de ahí a la autopista de la Costa del Pacífico. Quizá tenía padres ricos o era un coche de mi padre o de Michelle.
Faye les había dejado a ambos un recado en el que les comunicaba que me llevaría a dar una vuelta y que, a más tardar, estaríamos de regreso en casa para la cena. Qué opinaría de eso mi padre, no lo sabía, pero me daba igual.
Faye callaba. Conducía concentrada, como si el ir en coche la tensara; y a mí, en lo fundamental, me parecía bien. El paisaje a nuestra izquierda era de colinas. Aquí y allá se habían construido casas en las montañas. Había hoteles en cuyos tejados ondeaba la bandera norteamericana y había también gran cantidad de palmeras. Del lado derecho de la carretera, que igualmente estaba orlada de palmeras, se extendía el mar.
Era de un azul plateado y en su superficie se reflejaban millones de puntos luminosos. El fuerte oleaje atronaba con fuerza contra la orilla. Casi instintivamente, dejaba que el viento diera en mí; olía a sal, a frescura y la respiración, de golpe, se volvió más fácil. Faye se giró hacia mí, sonriéndome. De repente me pareció familiar, como si nos hubiéramos visto alguna vez. Por el amplio paseo marítimo, venía en contraflujo gente que hacía jogging, iba en bicicleta o en patines en línea. En determinado momento apareció un viejo carrusel que formaba parte de un pequeño parque de diversiones. Una larga pasarela atestada de gente conducía al parque. Faye bajó el volumen del radio.
—Este es el Santa Mónica Pier —me aclaró—, uno de los lugares preferidos de Val. Cuando ha tenido uno de sus días fuertes, tengo que subirme a la montaña rusa veinte veces seguidas.
Asentí, ausente.
Del lado izquierdo de la autopista se divisaban ahora anchas superficies cubiertas de verde césped, sobre las que los niños jugaban futbol; y mujeres, adineradas por lo que se podía deducir, con caros atuendos de jogging, sacaban a pasear a sus perros. Luego aparecieron los primeros indigentes. Habían plantado tiendas de campaña y extendido sus sacos de dormir en los prados, y se les veía sentados en grupos, o estaban delante de destartaladas viviendas móviles pintas de manera abigarrada, en cuyos techos habían amontonado cajas, sillas viejas y todo tipo de cachivaches. Faye redujo la velocidad.
—Enseguida llegaremos —dijo—. Esto también era Santa Mónica. Ahora viene Venice Beach. Estoy buscando un lugar para estacionar el coche y luego bajaremos a la playa, ¿te parece?
Anoche soñé que estábamos sentados en la playa. No sé donde estaba esa playa.
Faye estacionó el Bentley en una callecita lateral. En un estacionamiento público. Dos jóvenes surfistas con sus trajes de neopreno y relucientes tablas de surf bajo el brazo chiflaban detrás de nosotras. El moreno encargado del estacionamiento le sacó a Faye cinco dólares y la llamó sweetheart (cariño). Me guiñó el ojo y preguntó: How are you today, love?
—Fine, thank you (Bien, gracias) —mascullé, e involuntariamente traté de imaginarme cómo me habría saludado un vigilante de estacionamiento en Alemania: "¿Cómo estás hoy, preciosa?"
Faye tomó una vieja bolsa de cuero del asiento trasero y me hizo una señal de que la siguiera. Dimos vuelta a la izquierda por la calle lateral y nos topamos con un dibujo de grafiteros que habían pintarrajeado la pared de una casa. Era Art Comic: una gigantesca cabeza de mujer de cabellos negros. El flequillo le caía deshilachado sobre la frente, la piel era lila, los ojos almendrados, pero su mirada era increíblemente seria. A la izquierda, en grandes letras negras, se leía la orden: Remember who you are! (¡Recuerda quién eres!)
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Lucian (TERMINADA)
Teen FictionUna joven se enamora de un hombre que parece ser un vagabundo, y están unidos por algo: él es su ángel guardián, pero no recuerda nada porque padece amnesia. Lo único que sabe es que cada sueño que Lucian tiene sobre Rebecca, se hace realidad...