Capitulo 8 5/5

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Cuando me dirigí a casa al atardecer, mi mente seguía en el servicio fúnebre, de manera que no advertí a la gente que salía de nuestra casa.   

Corrí a la sala y allí, en el suelo, frente a la escalera de caracol, yacía Janne. Su rostro estaba desfigurado por el dolor y emitía quejidos. Delante de ella, estaba arrodillada Spatz. De un salto llegué junto a ambas.   

  —¡Me caí! —resopló Janne—. No puedo... creo... ¡mierda! 

—Llama una ambulancia, Rebecca —dijo Spatz. 

Media hora después estábamos sentadas en la sala de observación del Hospital del Puerto. Mi madre se había roto el tobillo y el médico quería que pasara la noche hospitalizada para operarla al día siguiente. 

Janne se oponía con todas sus fuerzas, pero la decisión prevaleció. Cabe mencionar que debería pasar de dos a tres días en el hospital. 

Tuve que aguantarme una risita maliciosa. Aunque de inmediato tuve un remordimiento de conciencia, me paso por la cabeza que ahora era Janne la que estaba bajo arresto domiciliario. 

Spatz y yo nos quedamos junto a ella hasta poco después de las diez, Janne había recibido una inyección contra el dolor. Se encontraba en una habitación con dos camas, pero la que daba a la ventana estaba vacía. 

Se sentía raro estar allí, como luego de un forzado alto al fuego. Janne lucía terriblemente tensa; no paraba de mover las manos nerviosamente por encima de las cobijas. El más mínimo ruido la acalambraba. Yo sabía lo que le estaba pasando. A mi tan controladora madre, que siempre se estaba moviendo, este lugar debía parecerle una pesadilla hecha realidad. Aunque aquí reinaba un insoportable orden, no era el de su gusto. 

Spatz hizo lo imposible por aligerar la atmósfera. En cuanto se decidió que mi madre se quedaba fue a la florería de la planta baja a traer un enorme ramo de magnolias, las flores preferidas de Janne. Y hablaba como si la vida de Janne dependiera de esto. 

Primero contó de su encuentro con el artista, que había tenido lugar hoy.

—Cree que sí hay necesidad de esponjas de cocina, y confía en que vengan chicas de la limpieza a nuestro taller en busca de la felicidad —contó Spatzcon una mirada de soslayo hacia mí, y soltó lo mejor de su sonora risa, a la que Janne y yo nos unimos de manera forzada. 

Después de que describió con todo detalle la vieja fábrica de máquinas en la que se encuentran los talleres, le tocó el turno al entierro. Spatz admiraba mucho a la actriz. La vio muchas veces en distintos papeles, y hasta sabía que había escrito una pieza teatral. Esto también lo contó con todos los pormenores, hasta que se quedó callada con un profundo suspiro. Las palabras le salían fácilmente. 

Tras un silencio angustiante, Janne me pregunto si todo estaba bien en la escuela. 

Contesté. 

—Sí. 

Preguntó cómo le había ido a Suse. 

Respondí 

—Bien. 

Le pregunté si sentía dolores. Ella contestó. 

—Apenas. 

Le pregunté si necesitaba algo. 

—Gracias, no. 

Finalmente, Spatz se levantó de la silla. 

—Ya va siendo hora —dijo. 

Janne y yo afirmamos a la vez. Cuando estuvimos afuera, ambas respiramos hondo el aire, como si en el cuarto de Janne hubiera habido poco. 

Cuando a la mañana siguiente abrí mi agenda, me apareció la crucecita roja. Era 31 de octubre, y estaba tan nerviosa que sentí vértigo, Spatz fue a recogerme a la escuela, y cuando llegamos al hospital, mi madre acababa de despertar de la anestesia. Tenía enyesado el pie izquierdo, y su cara, pálida, parecía punzante.  

 —¡Hola, lobita! —dijo—. Spatz. Qué alegría verlas.

Me puse junto a ella y tomé su mano, eché una mirada a la mujer que ahora ocupaba la cama junto a la ventana, Tenía una laptop sobre el regazo y un celular en la oreja, desde el cual, sin cesar, le daba órdenes a la persona que estaba en el otro extremo. Era cuestión de inmuebles, plantas en macetas, declaraciones de impuestos y una cita para un tratamiento de botox.

Sonreí irónica y Janne movió los ojos para todos lados.

  —Esta tipa me desespera —gruñó por lo bajo. 

Spatz se había colocado junto a la cabeza de Janne. Le retiró los mechones de la cara y la beso en la frente. 

—¿Cómo estuvo la operación? —preguntó—. ¿Sientes dolor? 

—No —contestó Janne—. Me dieron algo. Lo que tengo es hambre.

Me reí, tensa. 

—Pregunta si te dejan entrar en la cocina. Los pacientes se alegrarían. 

Janne suspiró. 

—Esto va a durar. Debo tener el pie levantado. Durante las próximas semanas van a tener que cocinar ustedes. ¡Cuánto me gustaría estar en el consultorio! ¿Y cómo les va? ¿Van a hacer algo agradable esta noche? 

Le lanzó una mirada larga y penetrante a Spatz. Yo sabía qué quería decir con esto y apreté los dientes. 

—Esta tarde tengo una cita con mi futuro casero en El Acoplamiento —repuso Spatz—. Queremos saber cómo nos vamos a repartir el taller, y eso puede tomar tiempo. Tu hija tendrá que entretenerse sola. 

Nos quedamos todavía una larga hora. Luego llegó la enfermera con comida: pan y rodajas de queso, un yogurt y jugo de naranja. Janne torció la boca. En la cama de al lado, la mujer se había dormido sobre su laptop.

Cuando, al despedirme, besé a Janne de pasada, ella me retuvo firmemente la mano. 

—¿Puedo confiar en ti? —dijo. Sonó a amenaza. Le dije que sí con cabeza. 

Poco después de las siete, Spatz se preparó para ir al teatro. Cada dos minutos tocaban el timbre de la puerta sin soltarlo, eran brujitas, vampiros y demonios, pidiendo "dulce o amargo";  me alegré de que, antes de su caída, Janne nos hubiera provisto de chucherías para darles. Antes de salir de casa, Spatz asomó la cabeza en mi cuarto. 

—Cuando regrese —me dijo— voy a estar muy cansada; así que me iré directamente a la cama. Nos vemos mañana por la mañana para el desayuno. Como siempre. ¿De acuerdo? 

  Debería haber besado a Spatz. 

—De acuerdo —respondí. 

Continuara...  


Lucian (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora