Pero no era el hecho de saber que fallecería lo que me llenaba del más indecible horror, sino la posibilidad de que muriera solo, porque entonces Lucian tendría que vivir solo, como Faye y como Tyger.
Para pasar la noche prendí la luz, tomé en las manos la esponja de la felicidad de Spatz y musité varias canciones infantiles que me venían a la cabeza, únicamente para alejar de mí la peor de las angustias. Cuando llegó la hora de levantarme, me aboqué al puro "accionismo": haz algo. "Rebecca, no pienses", era el mantra. A la hora del desayuno le pregunté a mi padre si quería enseñarme la ciudad. Michelle, quien tenía otros planes, torció la boca, y Val quedó decepcionada. En su escuela celebraban el Día de la Puerta Abierta y mi hermana tenía un pequeño papel en una obra de teatro. Pero mi padre se sintió tan feliz con mi deseo de hacer algo con él que le lanzó a Michelle una mirada explicativa, consoló a Val y le prometió asistir sin falta a la siguiente representación.
Como un faro gigantesco, el sol se iba hundiendo en la ciudad por cuyas calles me conducía mi padre. Me había preguntado adónde quería ir, qué quería ver, pues había muchas cosas por descubrir en esta fábrica de sueños de cuatro millones de habitantes. Le dije que me llevara por donde quisiera.
Las palmeras proyectaban largas sombras, las calles estaban llenas de coches, pero nadie intentaba rebasar ni tocaban el claxon. Todos parecían tener tiempo. A diferencia de las calles de Hamburgo, las avenidas y bulevares eran más anchos, lucidores y rectos. Mi padre me contó que la calle más larga de Los Ángeles tenía cien kilómetros. Todo era largo, todo era grande; los supermercados, las plazas, las deslumbrantes modelos de los anuncios espectaculares. Comparada con esta ciudad, Hamburgo era una aldea de maqueta.
Mientras mi padre me señalaba determinados edificios y me explicaba cosas, que pasaban por mi vago sonido, yo trataba de imaginarme que en el coche no íbamos dos sino tres: yo, mi padre y su acompañante. ¿Dónde estaba el mío? ¿Dónde estaba Lucian?
La ciudad parecía cada vez más grande, y mi esperanza de encontrarlo era cada vez más pequeña. En un enorme anuncio luminoso de lencería se leía la frase: "Hacemos realidad los sueños". La modelo, una chica de pelo castaño y piernas largas, dejaba que resplandecieran sus ojos con un blanco como perlas. Su sonrisa me antojó una mueca sarcástica.
Fuimos hacia Westwood, donde se extendía hacia el cielo edificios descomunales de oficinas; cruzamos Beverly Hills, donde autobuses turísticos ofrecían tours a las casas de las estrellas; giramos hacia Sunset Stip, la famosa milla del entretenimiento de Hollywood, que Suse habría considerado tan galáctica como el pasado marítimo de Venice Beach, y luego entramos en el Hollywood Boulevard, en cuyo Walk of fame había visto la luz la industria cinematográfica. Elvis, Lassie y cerca de dos mil estrellas más quedaron inmortalizadas, cada uno en una estrella de mármol en la acera. Mi padre y yo nos quedamos a ver la estatua de Charlie Chaplin, cuando divisé a un joven con una desgastada chaqueta de cuero y pelo negro que prendía un cigarro. Me dirigí hacía él, pero este se había volteado y me daba la espalda. Le tomé el hombro para hacerle girar.
—Hi there! (¡Hola!)
—¿Nos conocemos? —sonrió sorprendido.
—No, perdón —solté un profundo suspiro y regresé hacia mi padre con los hombros caídos.
—Quiero regresar a casa —dije.
Todo el recorrido había servido para una sola cosa: dejar bien en claro que podía enterrar la esperanza de encontrar a Lucian en esta enorme jungla citadina.
Y ahora que todos mis intentos habían fracasado y las paredes de mi cuarto parecían oprimirme, ya no pude contener la angustia.
Lo hice sin pensar. Era algo completamente natural, y apenas si comprendo por qué no lo había intentado antes.
Contestó al tercer timbrazo y sonaba como adormecido.
—Tu tomate —dije—. Lo imprimí y me ha ayudado mucho. No sabía que pintaras tan bien.
En el otro extremo reinó el silencio. Era un silencio diferente que con Suse, y tuve la incómoda sensación de que debía añadir algo, pero de pronto me abandonó la seguridad que sentía.
—¿Sebastian? ¿Estás ahí todavía? Soy yo... Becks.
—Sí. Te estoy escuchando.
—Hi!
—Hi!
—Hi!
—Hi!
—¿Qué? —dije con una risita forzada—. Escucha: un cucú vuela y se encuentra con un tiburón. El tiburón le dice: ¡cucú! Y el cucú responde: ¡tiburón!
Este silencio del otro lado no auguraba nada bueno.
—Lo lamento, Becky, pero no me siento de humor para bromas —contestó Sebastián con voz comprimida. Inhaló, exhaló. Hizo una pregunta tonta: —¿Cómo te va, Becks?
—Bien —respondí rápido y demasiado alto—. Otra vez estoy bien. ¿No te dio Suse mis saludos?
—Sí. Lo hizo. La semana pasada. El miércoles de la semana pasada. Me dijo que las dos se la pasaron riendo. Y que sonabas casi como antes —Sebastian inhaló y exhaló—, pero no le creí. No suenas como antes. No sé cómo te lo tengo que decir Rebecca, pero los últimos cuatro días han sido para mí como cuatro años, o como cuatro eternidades. Digamos que un poco... demasiado largos. Necesito... tiempo, ¿de acuerdo?
—Claro. Lógico. De acuerdo —me prendí fuerte del auricular y miré en torno a la habitación cuyas paredes de nuevo se pegaban peligrosamente a mi cuerpo.
En determinado momento ya no resistí:
—Sebastian —susurré—. ¡Por favor!, ¡por favor! di algo!
Al mismo tiempo pensé: "Ayúdame, haz que desaparezca esta terrible angustia".
—Me preocupas, Rebecca. Por cómo te escucho me doy cuenta de que no estás bien. ¿Qué te ocurre en realidad?
—Me. Va. Bien —señalé con premura—. ¿Podemos hablar de otra cosa, por favor?
—Tyger ya no está en nuestra escuela —dijo Sebastián—. A principio del mes se despidió de mí. No tengo idea de dónde se encuentre; quizá regresó a Inglaterra. Luego de la clase me llamó y me dijo algo que en un principio no comprendí, pero desde hace un par de días sus palabras no se me van de la cabeza.
—¿Qué fue? —mascullé. Tenía las manos completamente sudorosas.
—"Hay cosas en la vida por las que hay que luchar, porque el tiempo que queda a menudo es más corto de lo que creemos" —expresó Sebastián con lentitud—. En un principió creí que se refería a mi aprovechamiento en la escuela o quizás a mi deseo de escribir. Pero de repente tuve la sensación de que se refería a algo totalmente diferente. O, para decirlo mejor, a alguien más. ¿Podría ser eso?
—No sé —musité. Había sido un error haber llamado a Sebastian, un terrible error que surgió del puro egoísmo, y esto se había más que vengado.
—¿Podríamos hablar, por favor, de alguna otra cosa? ¿De berenjenas o...? —la voz se me quebró.
—¡No, Rebecca! —en la voz de Sebastian ahora desbordaba algo—. Toda la noche he estado despierto pensando en ti. Las cosas se han puesto peores cada vez. Comparados con el presente, los últimos meses fueron un chisme, y el que ahora hayas hablado es para mí como... como... —no concluyó la frase—. Pero ahora no voy a hablar de berenjenas ni tomates —dijo con firmeza—. Quiero saber cómo estás. Quisiera ayudarte y...
Continuara...
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Lucian (TERMINADA)
Teen FictionUna joven se enamora de un hombre que parece ser un vagabundo, y están unidos por algo: él es su ángel guardián, pero no recuerda nada porque padece amnesia. Lo único que sabe es que cada sueño que Lucian tiene sobre Rebecca, se hace realidad...