13- prologo 9/10

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La única cosa viva en aquel entorno, en donde el tiempo parecía detenerse, era un
ratoncito que saltaba sobre el entarimado, dejando en el polvo huellas diminutas. Allí
donde la colita le arrastraba, quedaba entre las impresiones de sus patas una raya
delgada. De pronto se enderezó y escuchó. Y luego -¡hush!- desapareció en un agujero
de las tablas.
Se oyó el ruido de una llave en la gran cerradura. La puerta del desván se abrió despacio
y rechinando y, por un instante, una larga franja de luz atravesó el cuarto. Bastián se
metió dentro y cerró luego empujando la puerta, que rechinó otra vez. Metió una gran
llave en la cerradura y la hizo girar. Luego echó además el cerrojo y dio un suspiro de
alivio. Ahora sí que no podrían encontrarlo. Nadie lo buscaría allí. Sólo muy raras veces
venía alguien -¡de eso estaba bastante seguro!- e, incluso si la casualidad quería que
precisamente hoy o mañana alguien tuviera algo que hacer allí, quien fuera se
encontraría con la puerta cerrada. Y la llave no estaría. En el caso de que, a pesar de
todo, abrieran la puerta, Bastián tendría tiempo suficiente para esconderse entre los
cachivaches.
Poco a poco, sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra. Conocía el lugar. Seis
meses antes, el portero del colegio le había pedido que lo ayudase a transportar un gran
cesto de ropa lleno de viejos formularios y papeles que había que dejar en el desván.
Entonces Bastián había visto dónde se guardaba la llave de la puerta: en un armarito que
había en la pared, junto al tramo superior de la escalera. Desde entonces no había vuelto
a pensar en ello. Pero ahora se había acordado otra vez.
Bastián comenzó a tiritar, porque tenía el abrigo empapado y allí arriba hacía mucho
frío. Por de pronto, tenía que buscar un lugar en donde ponerse un poco más cómodo.
Al fin y al cabo, tendría que estar allí mucho tiempo. Cuánto... En eso no quería pensar
de momento, ni tampoco en que pronto tendría hambre y sed.
Anduvo un poco por allí.
Había toda clase de trastos, tumbados o de pie; estantes llenos de archivadores y de
legajos no utilizados hacía tiempo, pupitres manchados de tinta y amontonados, un
bastidor del que colgaba una docena de mapas antiguos, varias pizarras con la capa
negra desconchada, estufas de hierro oxidadas, aparatos gimnásticos inservibles,
balones medicinales pinchados y un montón de colchonetas de gimnasia viejas y
manchadas, amén de algunos animales disecados, medio comidos por la polilla, entre
ellos una gran lechuza, un águila real y un zorro, toda clase de retortas y probetas
rajadas, una máquina electrostática, un esqueleto humano que colgaba de una especie de
armario de ropa, y muchas cajas y cajones llenos de viejos cuadernos y libros escolares.
Bastián se decidió finalmente a hacer habitable el montón de colchonetas viejas.
Cuando uno se echaba encima, se sentía casi como en un sofá. Las arrastró hasta debajo
del tragaluz, donde la claridad era mayor. Cerca había, apiladas, unas mantas militares
de color gris, desde luego muy polvorientas y rotas, pero plenamente aprovechables.
Bastián las cogió. Se quitó el abrigo mojado y lo colgó junto al esqueleto en el ropero.
El esqueleto se columpió un poco, pero a Bastián no le daba miedo. Quizá porque
estaba acostumbrado a ver en su casa cosas parecidas. Se quitó también las botas
empapadas. En calcetines, se sentó al estilo árabe sobre las colchonetas y, como un

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