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A la puesta de sol, habían dejado atrás los Montes de Plata e hicieron alto otra vez.
Aquella noche, Atreyu soñó con los búfalos purpúreos. Los vio avanzar a lo lejos por el
Mar de Hierba e intentó acercarse a ellos con su caballo. Pero inútilmente. Siempre
estaban a la misma distancia, por mucho que espoleara al caballito.
Al segundo día atravesaron el País de los Árboles Cantores. Cada uno de los árboles
tenía una forma distinta, hojas distintas, distinta corteza, pero la razón de que se llamara
así esa tierra era que se podía escuchar su crecimiento como una música suave, que
sonaba de cerca y de lejos y se unía para formar un potente conjunto de belleza sin igual
en toda Fantasia. Se decía que no dejaba de ser peligroso caminar por aquella región,
porque muchos se habían quedado encantados, olvidándose de todo. También Atreyu
sintió la atracción de aquel sonido maravilloso, pero no cayó en la tentación de
detenerse.
A la noche siguiente soñó de nuevo con los búfalos purpúreos. Esta vez él iba a pie y los
búfalos pasaron por delante, en un gran rebaño. Pero estaban fuera del alcance de su
arco y, cuando quiso darles caza, se dio cuenta de que tenía los pies clavados al suelo y
no podía moverse. El esfuerzo que hizo para soltarse lo despertó. Estaba amaneciendo
aún, pero partió inmediatamente.
El tercer día vio las torres de cristal de Eribo, en las que los habitantes de la región
capturaban y guardaban la luz de las estrellas. Con ella hacían objetos maravillosamente
decorados pero que, salvo ellos, nadie sabía en Fantasia para qué servían.
Encontró incluso a algunas de aquellas gentes, pequeñas figuras que parecían también
sopladas en vidrio. De forma extraordinariamente amistosa, le dieron de comer y de
beber, pero a su pregunta de cómo podría saber algo sobre la enfermedad de la
Emperatriz Infantil se sumieron en un silencio triste y desconcertado.
A la noche siguiente, Atreyu soñó una vez más que los rebaños de búfalos purpúreos
pasaban ante él. Vio cómo uno de los animales, un macho especialmente grande y
majestuoso, se separaba de los demás y se dirigía, lentamente y sin dar señales de miedo
ni cólera, hacia donde él estaba. Y, como todos los verdaderos cazadores, Atreyu tenía
el don de ver enseguida, en cada animal, el sitio en que tendría que acertarle para
matarlo. El búfalo purpúreo se situó incluso de una forma en que le presentaba
claramente ese lugar como blanco. Atreyu puso una flecha en su sólido arco y lo tensó
con todas sus fuerzas pero no pudo disparar. Tenía los dedos pegados a la cuerda y no
podía separarlos.
Y eso mismo o algo parecido le ocurrió en los sueños de las noches siguientes. Cada vez
se acercaba más al búfalo purpúreo -que, por cierto, era precisamente el que en realidad
había querido cazar: lo conocía por su mancha blanca en la frente-, pero por alguna
razón no podía disparar la flecha mortal.
Durante el día seguía cabalgando, alejándose cada vez más, sin saber a dónde iba ni
encontrar a nadie que pudiera aconsejarlo. Todos los seres con que se tropezaba
respetaban el amuleto de oro que llevaba, pero ninguno podía responder a su pregunta.

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