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¡Huyhuy! -dijo-. ¿Qué pasa aquí? ¿Qué hacen aquí todos ésos?
-Son mensajeros -le explicó Úckuck en voz baja-, mensajeros de todas las regiones de
Fantasia. Y todos traen el mismo mensaje que nosotros. He hablado ya con muchos de
ellos. Al parecer, en todas partes ha surgido el mismo peligro.
El silfo nocturno dejó escapar un largo suspiro quejumbroso.
-¿Y se sabe qué es y de dónde viene? -preguntó.
-Me temo que no. Nadie puede explicárselo.
-¿Y la Emperatriz Infantil?
-La Emperatriz Infantil -dijo el diminutense en voz baja- está enferma, muy, muy
enferma. Quizá sea ésa la causa de la incomprensible desgracia que se ha abatido sobre
Fantasía. Pero hasta ahora ninguno de los muchos médicos que están reunidos en el
recinto del palacio, ahí arriba, en el Pabellón de la Magnolia, ha podido averiguar por
qué está enferma y qué se puede hacer para curarla. Nadie conoce el remedio.
-Eso -dijo el silfo nocturno sordamente- es, ¡huyhuy!, una catástrofe.
-Sí -respondió el diminutense-, eso es lo que es.
Dadas las circunstancias, Vúschvusul renunció de momento a solicitar audiencia de la
Emperatriz Infantil.
Dos días después, por cierto, llegó también Blubb, el fuego fatuo, que naturalmente se
había equivocado de dirección y había dado un enorme rodeo.
Y finalmente -otros tres días más tarde- llegó el comerrocas Pyernraizark. Vino a pie,
apisonando el suelo, porque en un repentino ataque de hambre furiosa se había comido
su bicicleta de piedra..., por decirlo así, como provisión de boca.
Durante el largo tiempo de espera, los cuatro desiguales mensajeros se hicieron muy
amigos, y también luego siguieron juntos.
Pero ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

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