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Si se supiera al menos -dijo un espíritu del fuego largo y delgado- en qué consiste su
enfermedad. No tiene fiebre, no tiene nada inflamado, ninguna erupción, ninguna infec-
ción. Es, simplemente, como si se estuviera extinguiendo... sin saber por qué.
Al hablar le salían de la boca, después de cada frase, pequeñas nubecillas de humo que
formaban figuras. Aquella vez fue un signo de interrogación.
Un viejo cuervo desplumado, que parecía una gran patata en la que alguien hubiera
clavado al azar unas cuantas plumas negras, respondió con voz graznante (era experto
en enfermedades producidas por enfriamientos):
-No tose, no está constipada..., no es ninguna enfermedad en sentido clínico.
Se arregló las gruesas gafas sobre el pico y miró a los circunstantes con desafío.
-En cualquier caso, una cosa me parece evidente -zumbó un scarabaeus (coleóptero
llamado también a veces «escarabajo pelotero»)-: entre su enfermedad y las horribles
cosas de que nos informan los mensajeros de toda Fantasía existe una misteriosa
relación.
-¡Bah! -le rebatió despectivamente un hombrecito de la tinta-. Usted no hace más que
ver misteriosas relaciones por todas partes.
-¡Y usted no vé siquiera el borde de su tintero! -zumbó el scarabaeus irritado.
-¡Queridos colegas! -se quejó un espectro demacrado envuelto en una larga bata blanca-
. No empecemos con disputas personales improcedentes. Y, sobre todo... ¡bajen la voz!
Esas y otras conversaciones se oían por todas partes en el gran salón del trono. Quizá
pueda parecer extraño que seres tan distintos pudieran comprenderse entre sí. Pero en
Fantasía casi todos los seres, incluidos los animales, conocían por lo menos dos
idiomas: en primer lugar el propio, que sólo hablaban con los de su especie y no
entendía ningún profano, y en segundo lugar uno general, llamado fantasio clásico o
Gran Lenguaje. Todos lo dominaban, aunque algunos lo utilizasen de una forma un
tanto peculiar.
De pronto se hizo el silencio en la sala y todos los ojos se dirigieron hacia la gran puerta
batiente que se estaba abriendo. Entró Caíron, el famoso y legendario maestro del arte
médico.
Era lo que, en épocas más antiguas, se llamaba un centauro. Tenía figura humana hasta
las caderas y el resto de su cuerpo era de caballo. Sin embargo, Caíron era uno de los
llamados centauros negros. Había venido de una región muy remota, situada lejos, muy
lejos, al sur. Por eso su parte humana tenía el color del ébano y sólo su pelo y su barba
eran blancos y rizados; su cuerpo de caballo, en cambio, era listado como el de una
cebra. Llevaba un extraño sombrero de juncos trenzados. En torno a su cuello colgaba
de una cadena un gran amuleto de oro, en el que podían verse dos serpientes, una clara y
otra oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un óvalo.

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