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Atreyu estaba al borde de un saliente rocoso y miró hacia abajo, a las tinieblas, que
parecían llegar hasta el fondo mismo de la tierra. Cogió una piedra del tamaño de su
cabeza que había cerca y la lanzó tan lejos como pudo. La piedra cayó, cayó y cayó
hasta que se la tragó la oscuridad. Atreyu escuchó pero, aunque esperó largo tiempo, el
ruido del impacto no llegó a sus oídos.
Y entonces hizo lo único que podía hacer: comenzó a andar por el borde del Abismo
Profundo. Sin embargo, estaba preparado para hacer frente en cualquier momento a
aquel «horror de los horrores» del que hablaba la vieja canción. No sabía de qué clase
de criatura podía tratarse; sólo sabía que se llamaba Ygrámul.
El Abismo Profundo discurría en línea quebrada a través del desierto de montañas y,
naturalmente, en su borde no había ningún camino, sino que también allí se alzaban
torres de piedra que Atreyu tenía que escalar y que, a veces, vacilaban peligrosamente
bajo sus pies, se atravesaban en su camino gigantescos peñascos que tenía que rodear
trabajosamente, o había pendientes de piedras sueltas que se precipitaban hacia la
brecha, poniéndose en movimiento cuando él atravesaba. Más de una vez estuvo apunto
de despeñarse.
Si hubiera sabido que un perseguidor seguía sus huellas aproximándose de hora en hora,
quizá se hubiera dejado arrastrar a hacer algo irreflexivo que, en aquel camino difícil,
hubiera podido costarle caro. Se trataba de aquel ser de las tinieblas que lo perseguía
desde que salió. Entretanto, la figura del ser se había espesado tanto que podían
distinguirse claramente sus contornos. Era un lobo, negro como la pez y grande como
un buey. Con el hocico pegado al suelo, trotaba sobre la pista de Atreyu a través del
desierto de piedra de las Montañas Muertas. Le sobresalía mucho la lengua de la boca y
llevaba los belfos retraídos, de forma que podían verse sus terribles dientes. El olor
fresco le decía que sólo unas millas lo separaban de su víctima. Y esa distancia
disminuía sin cesar.
Pero Atreyu nada sabía de su perseguidor y buscaba su camino cauta y lentamente.
Cuando estaba en una estrecha caverna que atravesaba un macizo de roca como si fuera
una especie de tubo curvado, oyó de pronto un estruendo que no se parecía a ningún
ruido que hubiera oído jamás. Era un rugir y un bramar y un resonar y, al mismo
tiempo, Atreyu sintió que toda la roca en que estaba se movía y oyó los bloques de
piedra que, fuera, caían con estrépito por las laderas de la montaña. Esperó un poco para
ver si cedía el terremoto -¡o lo que fuera!- y cuando por fin cesó, continuó
arrastrándose, llegó por fin a la salida y asomó con precaución la cabeza.
Y entonces vio esto: sobre las tinieblas del Abismo Profundo, de un borde a otro
colgaba una monstruosa tela de araña. Y en los pegajosos hilos de aquella red, gruesos
como maromas, se retorcía un gran dragón blanco de la suerte, sacudiendo la cola y las
garras y enredándose, sin embargo, cada vez más desesperadamente.
Los dragones de la suerte son de los animales más raros de Fantasia. No se parecen en
nada a los dragones corrientes ni a los célebres que, como serpientes enormes y
asquerosas, viven en las profundas entrañas de la tierra, apestan y vigilan algún tesoro
real o imaginario. Estos engendros del caos son casi siempre perversos o huraños, tienen
alas parecidas a las de los murciélagos, con las que pueden remontarse en el aire ruidosa

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