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Sólo después de haber contemplado un rato la escena se dio cuenta el fuego fatuo de que
los tres personajes llevaban una banderita blanca o una banda también blanca cruzada
en el pecho. Así pues, eran igualmente mensajeros o parlamentarios, y eso explicaba,
desde luego, que se comportasen tan pacíficamente.
¿No estarían de viaje, en fin de cuentas, por las mismas razones que el fuego fatuo?
Lo que hablaban no se podía entender desde lejos, a causa del rugiente viento que
sacudía las copas de los árboles. Pero, como se respetaban mutuamente en calidad de
mensajeros, quizá reconocerían también como tal al fuego fatuo y no le harían nada. Y,
al fin y al cabo, tenía que preguntar a alguien el camino. Sería difícil que se presentara
una oportunidad mejor en pleno bosque y en plena noche. Así pues, se decidió, salió de
su escondite agitando la banderita blanca y se quedó temblando en el aire.
El comerrocas, que tenía el rostro vuelto en su dirección, fue el primero que lo vio.
-Hay muchísimo tráfico esta noche -dijo con voz rechinante-. Ahí llega otro.
-¡Huyhuy, un fuego fatuo! -cuchicheó el silfo nocturno, y sus ojos de luna se
encendieron-. ¡Me alegro, me alegro!
El diminutense se puso en pie, dio unos pasitos hacia el recién llegado y gorjeó:
-Si no me equivoco, ¿usted está aquí también en calidad de mensajero?
-Sí -dijo el fuego fatuo.
El diminutense se quitó el rojo sombrero de copa, hizo una pequeña reverencia y trinó:
-En tal caso, acérquese por favor. También nosotros somos mensajeros. Siéntese.
Y, con un gesto de invitación, señaló con el sombrerito el sitio libre que quedaba junto a
la hoguera.
-Muchas gracias -dijo el fuego fatuo acercándose más, tímidamente-, perdonen la
libertad. Permítanme que me presente: me llamo Blubb.
-Encantado -respondió el diminutense-. Yo me llamo Ockuck.
El silfo nocturno se inclinó sin levantarse.
-Mi nombre es Vúschvusul.
-Mucho gusto en conocerlo -rechinó el comerrocas-. Yo soy Pyernrajzark.
Los tres miraron al fuego fatuo, que desvió la mirada nervioso. A los fuegos fatuos les
resulta muy desagradable que los miren descaradamente.
-¿No quiere sentarse, amigo Blubb? -preguntó el diminutense. .

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