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Sin embargo, siguió adelante. No miró más hacia arriba. Mantuvo la cabeza baja y
anduvo muy lentamente, paso a paso, hacia la puerta de roca. Y el peso del miedo que
quería clavarlo al suelo fue cada vez más poderoso. Sin embargo, Atreyu siguió
adelante. No sabía si las esfinges tenían los ojos cerrados o no. No podía perder tiempo.
Tenía que arriesgarse a que le permitieran la entrada o aquel fuera el fin de su Gran
Búsqueda.
Y precisamente en el instante en que creía que toda su fuerza de voluntad no bastaría
para impulsarlo a dar otro paso más, oyó el eco de ese paso en el interior de la puerta de
roca. Y al mismo tiempo todo su miedo lo abandonó, tan total y absolutamente que se
dio cuenta de que, a partir de entonces, nunca más tendría miedo, pasase lo que pasase.
Levantó la cabeza y vio que tenía la Puerta del Gran Enigma a sus espaldas. Las
esfinges lo habían dejado pasar. Delante de él, a una distancia de unos veinte pasos,
estaba ahora, donde antes sólo se había visto la llanura vacía y sin fin, la Puerta del
Espejo Mágico. Era grande y redonda como una segunda media luna (porque la
verdadera seguía estando alta en el cielo) y brillaba como plata pulida. Resultaba difícil
creer que pudiera pasarse precisamente a través de aquella superficie de metal, pero
Atreyu no titubeó un segundo. Contaba con que, como había descrito Énguivuck, se le
aparecería en el espejo alguna imagen espantosa de sí mismo, pero aquello -al haber
dejado atrás todo miedo- le parecía sin importancia.
No obstante, en lugar de una imagen aterradora vio algo con lo que no había contado en
absoluto y que tampoco pudo comprender. Vio a un muchacho gordo de pálido rostro -
aproximadamente de la misma edad que él- que, con laspiernas cruzadas, se sentaba en
un lecho de colchonetas y leía un libro. Estaba envuelto en unas mantas grises y
desgarradas. Los ojos del muchacho eran grandes y parecían muy tristes. Detrás de él se
divisaban algunos animales inmóviles a la luz del crepúsculo -un águila, una lechuza y
un zorro- y un poco más lejos relucía algo que parecía un esqueleto blanco. No podía
saberse con exactitud.

Bastián tuvo un sobresalto al comprender lo que acababa de leer. ¡Era él! La descripción
coincidía en todos los detalles. El libro empezó a temblarle en las manos.
¡Decididamente, la cosa estaba yendo demasiado lejos! No era posible que en un libro
impreso pudiera decirse algo que sólo se refería a aquel momento y a él. Cualquier otro
leería lo mismo al llegar a ese lugar del libro. No podía ser más que una casualidad
increíble. Aunque, sin duda, era una casualidad extrañísima.
-Bastián -se dijo a sí mismo en voz alta-, estás como una cabra. ¡Haz el favor de
dominarte!
Había intentado hablar en el tono más firme posible, pero su voz temblaba un poco,
porque no estaba totalmente convencido de que fuera sólo casualidad.
«Imagínate», pensó, «lo que ocurriría si en Fantasia supieran realmente algo de ti. Sería
fabuloso.»
Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.

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