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Una vez vio de lejos las calles de llamas de la ciudad de Brousch, donde vivían criaturas
cuyo cuerpo era de fuego, pero prefirió no entrar. Atravesó la gran meseta de los
azafranios, que nacen viejos y mueren cuando son bebés. Llegó a Muamaz, el templo de
la selva, en el que una gran columna de piedra lunar flota en el aire, y habló con los
monjes que viven en el templo. Pero también de allí tuvo que marcharse sin respuesta.
Casi una semana llevaba vagando así de un lado a otro cuando, al séptimo día y en la
noche siguiente, le pasaron dos cosas muy distintas que cambiaron fundamentalmente
su actitud interior y exterior.
El relato hecho por el viejo Caíron de los horribles sucesos que se estaban produciendo
en toda Fantasía le había impresionado, pero hasta entonces había sido para él sólo un
relato. El séptimo día, sin embargo, vio algo con sus propios ojos.
Cabalgaba hacia el mediodía por un bosque espeso y oscuro formado por árboles
especialmente gigantescos y nudosos. Era aquel Bosque de Haule en el que, algún
tiempo antes, se habían encontrado los cuatro mensajeros. En aquella región, eso lo
sabía Atreyu, había trolls de la corteza. Eran, según le habían dicho, individuos e
individuas gigantescos que parecían nudosos troncos de árbol. Si, como era su
costumbre, se mantenían inmóviles, se los podía tomar realmente por árboles y pasar
por delante sin sospechar nada. Sólo cuando se movían se veía que tenían unos brazos
como ramas y unas piernas torcidas semejantes a raíces. Eran, desde luego,
tremendamente fuertes, pero no peligrosos. Todo lo más, les gustaba de vez en cuando
jugárles malas pasadas a los viajeros extraviados.
Atreyu acababa de descubrir un claro del bosque por el que serpenteaba un arroyuelo, y
había descabalgado para que Ártax bebiera y pastara, cuando de pronto oyó detrás de sí
violentos crujidos y chasquidos y se volvió.
Del bosque venían hacia él tres trolls de la corteza, cuya vista hizo que un escalofrío le
recorriera la espalda. Al primero le faltaban las piernas y la parte inferior del cuerpo, de
forma que tenía que andar con las manos. El segundo tenía un enorme agujero en el
pecho, a través del cual se podía mirar, y el tercero brincaba sobre su única pierna
porque le faltaba toda la mitad izquierda del cuerpo, como si lo hubieran partido por en
medio.
Cuando vieron el amuleto en el pecho de Atreyu, se hicieron mutuamente un gesto de
asentimiento y se acercaron despacio.
-¡No te asustes! -dijo el que caminaba sobre las manos, y su voz sonó como el crujido
de un árbol-. Nuestro aspecto no es precisamente muy agradable, pero en esta parte del
Bosque de Haule nadie más que nosotros puede avisarte. Por eso hemos venido.
-¿Avisarme? -preguntó Atreyu-. ¿De qué?
-Hemos oído hablar de ti -gimió el del pecho agujereado- y nos han dicho por qué estás
en camino. No debes seguir adelante, porque si no estarás perdido.
-Te pasará lo mismo que a nosotros -suspiró el partido en dos-. ¡Míranos! ¿Te gustaría?

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